Mario Garcés Jurista y escritor
OPINIÓN

Escupiré sobre vuestra tumba

Ciudadanos firman en el libro de condolencias de Concha Velasco en Valladolid.
Ciudadanos firman en el libro de condolencias de Concha Velasco en Valladolid.
Europa Press
Ciudadanos firman en el libro de condolencias de Concha Velasco en Valladolid.

La capilla ardiente de Concha Velasco se convirtió, por arte de birlibirloque, en el termómetro de las frustraciones de una parte de la sociedad española. No tenemos remedio. Los “hunos” y los “hotros” según el decir de Unamuno, las dos Españas, se enzarzaron en un festival de blasfemias, a izquierda y a derecha, contra Pedro Sánchez y contra Isabel Díaz Ayuso. Como un concurso infantil de tigres y leones, allí estaban, ufanos delante de la vallisoletana, corpore insepulto, dispuestos a ajustar cuentas personales. No seré yo el que defienda la sobreactuación de algunos políticos, especialmente cuando la muerte llega, pero de allí, a asistir a un espectáculo de salivazos verbales en La Latina, hay un mundo.

Fue Boris Vian el que escribió esa magnífica novela titulada “Escupiré sobre vuestra tumba”. Bien pensado, muy poca gente sabe actualmente quién fue Boris Vian, aunque habrá alguno que recuerde la canción “Hombre Lobo en París” de “La Unión”. Abandonen por un momento la lectura banal del primer chisme telefónico del día, y comprueben la relación que existe. Quizá hayamos hecho algo provechoso hoy.

La capilla ardiente de Concha Velasco se convirtió, por arte de birlibirloque, en el termómetro de las frustraciones de una parte de la sociedad española

Es cierto que en España ha remitido la inveterada costumbre de lanzar gargajos, esputos, flemas y lapos al suelo, aunque todavía hay almas necesitadas que ocasionalmente, presas de alguna gripe de temporada, hacen volar sus salivazos bacterianos al suelo. Por cierto, el mundo se divide entre los que caminan mirando hacia arriba y los que caminan mirando hacia abajo. Estos últimos, espeleólogos viarios, son testigos de cómo se combinan en el pavimento los líquidos con los rastros de las gomas de mascar, en una rica silueta de grises, negros y espuma.

Atrás quedan aquellos tiempos en los que los jugadores de fútbol, en un ejercicio de hombría rudimentaria, esparcían a cada jugada un escupitajo sobre el césped. Y los niños en el patio de los colegios repetían la maniobra salivar para honrar a sus ídolos. Confieso que, por mucho que me lo explicaron, nunca entendí tampoco la maniobra de los porteros de escupir en los guantes. Ese esputo fibrinoso sobre la superficie de las manoplas debía tener un poder similar al del beso de Fu Manchu.

Pues así andamos, entre tumbas y entre escupitajos. Si bien es cierto que el arte del salivazo en política no es nuevo. De ser cierta la narración de Séneca en “Cartas a Lucilio”, Marco Poncio Caton sufrió un ataque masivo de gargallos en una tumultuosa sesión del Senado romano hace más de dos mil años. En el Congreso de los Diputados, andan igual, y eso que ya no está Borrell, el primero en reconocerse víctima de violencia de esputos. Ahora algunos diputados, también a a diestro y siniestro, escupen al cielo y observan las huellas de los disparos del 23 de febrero. No saben que quizá les caerá en la cara. Al tiempo.

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