Amanece un día cualquiera, y asoman por la ventana los ruidos cotidianos, los pájaros, Las furgonetas de carga y descarga, los gritos de los niños hacia el colegio, el tráfico que, poco a poco, se estanca y se libera, sístole, diástole. Las noticias entran a borbotones, las reacciones a las de ayer, las novedades que muy pronto sonarán ya a escuchadas, algún escándalo que muere en su propia tinta: la tibieza con la que se asumen las responsabilidades por los trece fallecidos en Murcia, las ratas en Nueva York (y en Arganzuela) y las chinches en París, la amnistía, la enésima declaración sobre el fútbol femenino, aquello que alimentará la conversación uno, dos días, casi todo veloz, de paso, sin raíces que arraiguen ni que provoquen el menor cambio en la sociedad.
Así son las cosas, no nos gustan pero funcionan, un pasar por el mundo con la menor incidencia y con el menor sufrimiento.
Y casi todos los días, eso basta: se inclinará el día hacia la tarde, el tiempo de los hobbies, los conciertos, de abrir uno de las docenas de libros aparecidos el mes pasado, de una cena con amigos, el momento de comenzar una serie.
Así es para quienes vivimos veloces, moderadamente felices, infelices sin demasiada saña. Pero un día cualquiera, cuando amanece, se ha quebrado la frágil superficie de la realidad: esa dolencia que tanto costó mitigar ha regresado, nos echan de nuestra casa, un ser querido ha muerto.
El tiempo se ralentiza, el corazón suena en los oídos, sístole, diástole. Todos parecen correr, todos parecen ajenos, normales, mientras nosotros, que lo fuimos, ya no somos nada de eso. Nuestras seguridades se desdibujan como una acuarela vieja, las prioridades cambian en una sacudida de cabeza, no importa nada de lo que nos dijeron que debíamos lograr aún a costa de la vida, la salud, el tiempo, nuestra autoestima.
Y de pronto, aún sin aliento por el golpe, no entendemos nada y lo entendemos todo.
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