Rondaba el domingo por la noche las callejuelas del Raval de Barcelona, como quien ronda recuerdos imposibles. Esa Barcelona mellada, de balcones con ropa tendida, de esteladas descoloridas y de restaurantes de discípulos de Adrià. Son evocaciones de adolescencia literaria, como el niño de El embrujo de Sanghai de Marsé, que gustaba más de los barrios altos de Teresa. Espíritu de barrio evolucionado, donde todavía hay héroes y mártires de la nueva miseria urbana. "Yo nací en la cola de un ejército vencido", decía Vázquez Montalbán de su Raval de los cuarenta. Siempre contaba que su vida se resumía en la trilogía de esa década: su padre, su madre y la miseria. Quizá algún día lo hablase con Terenci Moix, el Ramonet, que acompañaba a su tío a pendonear por clubes indecentes, mientras lubricaba su pasión escondida.
El Raval no es lo que era, pero parece que es lo que era. "Un día vendrás a Barcelona y te llevaré al mercado de la Boquería. España está llena de mercados maravillosos", le dice Carvalho a Alma en Quinteto de Buenos Aires. Y era ya madrugada cuando atravesé la catedral cerrada de los sentidos culinarios, la de Biscuter comprando olivas de Aragón para el despacho del detective con vistas privilegiadas a la Rambla. Crucé la calle dejando a la derecha el templo de los mercados del mundo, observando a mi alrededor el paso de vidas inalcanzables, encerradas, y de turistas desorientados buscando holganza. El Raval fue, durante años, la síntesis antropológica y social de la posguerra, de la subsistencia de una Cataluña y de una España que latía sangre derramada. Mucho antes de que Barcelona optase por el colosalismo y dejase a la otra vera de la Rambla el gótico eterno, la ciudad era barrio. Barrio de urbe desolada pero viva, mucho antes que escaparate y ciudad de ferias.
El Raval fue, durante años, la síntesis antropológica y social de la posguerra, de la subsistencia de una Cataluña y de una España que latía sangre derramada
Durante el franquismo, esas calles exhibían lutos negros, esperanzas de aragoneses o extremeños, y alguna luz sicalíptica de neón, que embobaba moscas y moscones. Ahora esos sueños son otros. Ya no huele a col negra sino que huele a kebab. El paisaje es diferente. Llego a la Rambla y desciendo hacia Colón. Aún recuerdo, en un minuto no muy lejano, las jaulas de pájaros en venta, y de serpientes, reptiles y hasta titís para los que tengan memoria jurásica. Y las revistas pornográficas a la vista de los curiosos y de los compradores, en esa Barcelona que tiene una relación especial con el sexo. Hoy ya no se venden animales porque, entre otras razones, se estresan con el ruido. Me cruzo, a horas de la celebración de la Diada, con una mujer oculta por un burka, junto a dos hombres. En la Barcelona de las maravillas y de las paradojas, rondan de noche la Rambla, no pájaros enjaulados sino mujeres enjauladas. Y no saben quién es Vázquez Montalbán. Jaulas de Rambla.
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