Gervasio Sánchez Fotógrafo y periodista
OPINIÓN

Antes que anochezca, querido Ramón

Ramón Lobo en febrero de 1999 en Kano (Nigeria)
Ramón Lobo en febrero de 1999 en Kano (Nigeria)
Gervasio Sánchez
Ramón Lobo en febrero de 1999 en Kano (Nigeria)

Escribo este texto antes que anochezca, querido Ramón, porque quiero que lo leas. Que te emociones como me ha emocionado a mí mientras avanzaba párrafo tras párrafo. No es una necrológica. Es todo lo contrario: una declaración de vida, admiración y amor y una reflexión cariñosa sobre todo lo que vivimos juntos.

Admiración porque morir sabiendo que vas a morir no es fácil. Es de valientes. Yo moriría cobardemente, atemorizado, encorsetado en el miedo como coartada. Me quejaría, reclamaría, pediría explicaciones a diestro y a siniestro. Gritaría: "¿Por qué yo?"

Tú, en cambio, llevas acunando la muerte desde hace meses. Le has dicho: "Sé que me reclamas. Pero antes me quiero despedir de todo el mundo, dejar todo ordenado, los deberes hechos, mi último libro terminado".

Morir es más fácil si te golpea un infarto, si te ocultan que vas a morir, si te engañas a ti mismo. Pero tú conoces los plazos desde el primer minuto. Has exigido la verdad a los médicos porque no querías que nadie te despistase con palabras complacientes o mentiras piadosas.

Desde entonces mantienes una fortaleza mental admirable. Sabemos que la muerte forma parte de nuestro ciclo vital desde el primer segundo tras nuestro nacimiento. Pero insisto: yo no sabría morir como tú. Y lo demuestras cada día que pasa. Te visitan amigos, los deleitas con bromas y chistes (una de tus grandes especialidades) y todos se van con una gran sensación de alivio porque ha sido más fácil de lo que parecía antes del encuentro. Haces que las despedidas sean tiernas y no desesperantes.

Manu Leguineche, Ramón Lobo y Gervasio Sánchez en noviembre de 2001 en Madrid
Manu Leguineche, Gervasio Sánchez y Ramón Lobo en noviembre de 2001 en Madrid
Cedida

Sé que no eres Hércules. Estoy seguro de que el sufrimiento, la angustia, la ansiedad, el miedo pululan en tu cabeza. Sabes, porque te lo han dicho con una claridad supina, que vas a morir durante este mes de agosto. Debe ser descorazonador pasar de "te quedan dos meses de vida" (que tú genialmente transformaste en tres o cuatro) a sólo dos semanas, como máximo.

Pero, poco después, decides despreocuparte del nuevo límite impuesto por los oncólogos y te pones a calcular el número de personas que estarán presentes en tu funeral. E irónicamente comentas: "En agosto todo el mundo está de vacaciones. ¿Quién va a venir a mi entierro?". Alguien dirá que es ego (me encanta el ego postmorten), otro dirá que es Ramón en toda su magnitud. Yo digo que es una forma sensata de pedirle a la muerte que te amplíe el plazo. Porque sabes que la temporada alta empieza en setiembre cuando todo el mundo vuelve relajado y colorido.

Como te gustan los chistes te envío algunas reflexiones de grandes monstruos de la creación literaria y cinematográfica. "A la muerte se le toma de frente con valor y después se le invita a una copa", escribió Edgar Allan Poe. Grouxo Marx dijo: "Tengo intención de vivir para siempre, o morir en el intento". "Me voy en busca del gran quizás; bajad el telón, se acabó la comedia", escribió François Rabelais. Y esta reflexión de Francesco Petrarca que te viene como anillo al dedo y te engrandece: "Un bello morir honra toda una vida".

Nos conocemos desde 1993, hace 30 años. Quizá nos vimos antes (creo que en un café de Madrid) cuando en 1992 empecé a viajar con tu compañero Alfonso Armada y tú esperabas pacientemente la oportunidad para demostrar tu grandeza como periodista. Empezabas la etapa más sobresaliente de tu vida profesional con la cobertura de la guerra de Bosnia-Herzegovina y el cerco de Sarajevo. Aunque yo fui varias veces durante ese año a la capital bosnia, no coincidimos hasta finales de diciembre.

Fue el perro Radovan quien nos unió para siempre por gentileza del fotoperiodista Enric Martí ("¿Vamos a ver cómo dan las campanadas los serbios esta noche?"). Pasamos media hora chupando hielo en el cementerio de Alifakovac junto a Javier Espinosa mientras las trazadoras y las balas de verdad silbaban por encima de nuestras cabezas y nos estremecíamos con las explosiones de los proyectiles.

Morir aquella noche hubiera sido la forma más indigna de morir, más bien una muerte digna de gilipollas: atrapados entre las tumbas y descubiertos por los sitiadores serbios por culpa de los ladridos de un perro al que bautizamos con el nombre del asesino Karadzic. Aunque al final, cuando conseguimos salir de aquella estúpida emboscada, brindamos por el nuevo año con cava helado catalán y vasos de plástico.

Los años siguientes nos vimos más veces en la redacción de tu diario que en el fragor de los combates. Me pediste que te acompañara a Chechenia en diciembre de 1994, pero me fue imposible porque presentaba mi primer libro y exposición. Hasta que nos convertimos en pareja de hecho durante casi cinco años a partir de enero de 1999 cuando Alfonso Armada se cambió de diario (¡qué poca visión tienen algunos jefes!) y se marchó a Estados Unidos.

Ramón Lobo en febrero de 1999 en Kano (Nigeria)
Ramón Lobo en febrero de 1999 en Kano (Nigeria)
Gervasio Sánchez

"Boy murió sin derecho a un nombre, con nueve días de vida, agazapado en una cunita esquinada, en el hospital Connaught, en Freetown, cubierto por ropa de mujer y una toquilla estampada. Para él no hubo medicinas, suero, leche infantil o el socorro urgente de mister Ola Williams, el coordinador de Unicef en Sierra Leona. Ofilia, la madre que no era su madre, se encontraba allí sentada, en el fondo de la sala Número Uno, en una silla de metal con las manos sobre el regazo, atusándose los recuerdos: "Os estaba esperando para deciros que Boy ha fallecido esta mañana, a las seis y media".

Este magistral inicio de tu mejor libro, "El Héroe Inexistente" (1999), aunque deseando leer el que pules a marchas forzadas estos últimos días de tu vida, resume lo ocurrido aquel 29 de enero de 1999 ("Ofilia, enredada, en sus pensamientos, no nos vio llorar").

Es el ejemplo más clarividente de tu inmensa capacidad para relatar una situación estremecedora en apenas un párrafo largo donde no falta de nada: información, descripción, dignidad, emoción, sutilidad, vergüenza por culpa de un burócrata sin fronteras.

Es el sumario de tu grandeza como reportero en pleno corazón de las tinieblas que emociona a personas que viven acomodadas a miles de kilómetros y se queda desnudo con la triste sensación de que no has conseguido salvar la vida de un bebé.

En otra parte del libro resumías con apenas unas palabras lo que significa nuestro oficio que no tiene nada de épico y mucho de sacrifico y coste personal, aunque algunas y algunos, con sus mentiras y sus comportamientos indignos, lo hayan pisoteado: "A veces, cuando vuelvo de un infierno, no regreso del todo; algo de mí se queda atrapado en lo vivido, en la gente: olores, frases, rostros, nombres….fragmentos que navegan. Heridas invisibles". Heridas invisibles que no se pueden contar a nadie y, menos, a las personas amadas para evitar mayor dolor. ¿Verdad?

Hemos vivido juntos todo tipo de situaciones. Algunas dramáticas como aquel día, también en Sierra Leona, que vimos cómo mataban a una joven acusada de guerrillera porque se ponía nerviosa cuando la cacheaban en sus partes íntimas. Como aquel otro en que un niño soldado de apenas 13 años llamado Sheku nos contó cómo había presenciado, y quizá participado, en el asesinato de sus padres y hermanas.

Y otras divertidas como aquellas jornadas inacabables de chistes inolvidables mientras transitábamos por trochas carrozables, a cinco kilómetros por hora por el norte de Afganistán, tras los atentados del 11 de setiembre de 2001, apretados en el cuatro por cuatro junto a Alfonso Rojo y Diego Merry de Val, que nos invitaba a su casa de Moscú para conocer la noche moscovita a todo trapo ("Es una locura", nos repitió decenas de veces y casi nos convence).

Ramón Lobo junto a Diego Merry del Val en octubre de 2001 en el norte de Afganistán
Ramón Lobo junto a Diego Merry del Val en octubre de 2001 en el norte de Afganistán
CEDIDA

O aquel día que te dejaste cazar en Kano (Nigeria) por un mosquito, pillaste la malaria y me salvaste a mí. O los diez días que pasamos por encima de 50 grados a la sombra (incluidos tres días de 53 grados) y mínimas de 30 en el Irak post Sadam Hussein de julio y agosto de 2003. O las peleas con los teléfonos satélites para que las crónicas llegasen a tiempo a su destino.

Hay pocas personas en el mundo del periodismo con quien me iría al infierno, a la cobertura más dura y peligrosa. En zonas tenebrosas hay que saber muy bien con quién viajas porque un error te puede costar muy caro. Tú eres una de ellas por muchos motivos. Porque podía seguir aprendiendo de ti cada día que pasaba, porque no te bloqueabas en las situaciones límite aunque el miedo (el mejor antídoto contra la estupidez) te estuviera estrujando, porque era divertido escuchar tus chistes (algunos muy buenos aunque fuera por enésima vez), porque roncabas más que yo y, además, fuiste miembro fundador del Trio Histórico del Ronquido como demostraste junto a Javier Fernández Arribas y Fernando Mújica (que te espera en el cielo del periodismo) las noches que pasamos en Asturias con las cenizas de Julio Fuentes, en aquel diciembre de 2001.

Puedes irte tranquilo porque has conseguido algo muy difícil: formar parte de la cúpula de la tribu periodística que encabeza Manu Leguineche y Enrique Meneses y entrar en el club ideado por Ryszard Kapuscinski, aquel que descartaba a los cínicos porque no sirven para este oficio, aunque estén tantas veces omnipresentes.

También has conseguido ser respetado por tus compañeros, incluidos los de la competencia, porque les demostraste que la competitividad tiene que ser siempre elegante y nunca tóxica. Te vas de este mundo arropado con el cariño de tu red de amigos que has pulido durante décadas. Y te vas con el amor de los más cercanos que nunca olvidarán los mejores años de nuestras vidas.

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