Se ha sabido esta semana que los datos de Eurostat otorgan a la industria cultural española un papel de inusitado liderazgo. Uno de cada cinco euros generados en Europa durante 2021 provino del esfuerzo español de alguna de las pequeñas, a menudo pequeñísimas, organizaciones culturales que desde Madrid, Valencia, Ávila, Málaga o Tomelloso producen libros, imágenes, arte, películas, actuaciones teatrales, música, conferencias, cursos o gestión cultural.

Esto se ha conseguido tras el abismo que supuso el confinamiento y las restrictivas normas posteriores, con un aforo que acabó con la financiación a través de taquilla, que impidió giras o representaciones en directo, que disparó el pirateo. Y, pese a todo, la cultura alivió el horror y la soledad de los primeros meses y el tedio y la desesperación de los siguientes. El voluntariado, el trabajo gratuito, se disparó entre los profesionales. Con el Estatuto del Artista paralizado, con una precariedad laboral que compite con la de los sectores más vulnerables y con una capacidad aspiracional que atrae a miles de aficionados dispuestos a regalar su esfuerzo, la industria cultural se apretó aún más el ya reducido cinturón y continuó avanzando: generó libros, invirtió en producciones, generó contenido online, innovó en lo que pudo muy por encima de cualquier posibilidad dada.

La cultura alivió el horror y la soledad de los primeros meses de confinamiento y el tedio y la desesperación de los siguientes

Y quizás por eso sería conveniente que quienes durante años han clamado contra la cultura, y han usado las subvenciones como un arma personal o política, buscaran otros flancos de ataque. Puedo sugerir varios. Nuestra debilidad, la falta de cohesión, el ego, las dificultades para acceder a lo artístico, la volatilidad o la extravagancia vacía de muchas de las propuestas. El retorno de esa inversión es ahora mismo la envidia de Europa. Quizás otros, aún más subvencionados, podían aprender algo de nosotros.