Nada de lo nuevo es realmente nuevo, ninguna de las argucias con las que intentamos manipular a los otros ha surgido con nuestra generación, no somos, pese a lo que la vanidad dicte, más listos ni más astutos ni siquiera más malvados de lo que quienes nos precedieron fueron: la interesantísima exposición Fake News que Mario Tascón ha comisariado en Espacio Fundación Telefónica, en Madrid, lo deja tan claro que aparece, entre el vértigo de las mentiras venideras y la ingenuidad de algunas de las pasadas, un regusto a déjà vu, un recorrido por el mismo surco ya arado.

Entre las más sonoras mentiras, aquellas que afectan a la reputación política, las que consolidan la valía propia frente a la del extranjero y aquellas que nos hablan de lo maravilloso: y quizás estas últimas sean las más conmovedoras, las que colman la necesidad humana de que es posible vivir para siempre, la sanación de alguna enfermedad terrible, la existencia de extraterrestres, el fin de una guerra o el descubrimiento de alguna criatura fantástica, sirena, quimera, la posibilidad de volar o de viajar en el tiempo. Cuando las mentiras estiran demasiado las alas surge la ficción, y ahí carecen ya de importancia las terroríficas cámaras de eco, la reiteración o los sesgos: en la ficción aletea el lenguaje de lo increíble, la acción milagrosa que salva a un cosmonauta y a su perrita de una tormenta solar, o el vuelo de una nueva raza de pingüinos.

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En el resto, en las falacias y los bulos que se cuelan constantemente, no cabe ni la poesía ni siquiera la creatividad: Suetonio y Trump, Goebbels y las crónicas medievales se valían de las mismas argucias para borrar el pasado y desdibujar el futuro: por eso resulta esencial que estudiemos la historia, la literatura, el arte, para que reconozcamos los viejos moldes. Por eso hay tanto interés en que desaparezcan. Tampoco eso es nuevo.