Tarde o temprano tenía que pasar. Lo sucedido a Vinicius en el estadio de Mestalla es tan solo la punta de un iceberg que podría haber emergido en cualquier otro lugar de España. La violencia verbal que se manifiesta en las gradas de las canchas deportivas y en las redes sociales, no se entendería sin la impunidad que permite el anonimato.
El insulto racista, homófobo, clasista o xenófobo es una de las variantes de la violencia destinada a coaccionar a las personas. El discurso agresivo se ha instalado en diferentes ámbitos sociales y, como sociedad democrática, nos conviene reaccionar.
Sigmund Freud nos contó que la civilización comenzó en el momento en que un individuo cabreado lanzó un insulto en lugar de un pedrusco. Quizás sí, pero en nuestro tiempo quien emplea a granel el insulto descubre una parte de sus pecados, nos muestra su intolerancia, la educación recibida, e incluso alguna de sus frustraciones.
Algunos aducen que el insulto es tan viejo como la humanidad. Ponen como ejemplo de ello una tablilla babilónica de más de tres mil quinientos años de antigüedad, donde aparece un improperio destinado a la madre de otro individuo.
En la Biblia también se menta al rey Saúl llamando a uno de sus vástagos ”hijo de una perdida”. El laissez faire hoy no cuela. Ante el auge del abuso verbal lo idóneo sería que las instituciones, clubs y autoridades actuaran con firmeza.
Una buena idea puede ser retomar la campaña que contó con el apoyo de la UNESCO: ‘Sin respeto no hay juego’.
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