¡Libreeeeros, libreeeeros!

Librería.
Varias personas ojean libros en una librería
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Librería.

Aunque no tenga edad de ser abuelo, últimamente me da por hacer de abuelo Cebolleta (no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy). Hace muchísimo tiempo —antes de ayer, en realidad— yo escribía novelas en mis ratos libres y trabajaba en el departamento jurídico de una multinacional en mis ratos cautivos. La empresa ocupaba un edificio de oficinas en un lugar del norte de Madrid de cuyo nombre sí quiero acordarme, más que nada por romper con el tópico cervantino, pero no consigo hacerlo (dichosa tradición). En aquella planta diáfana éramos unos cien desgraciados (cuando uno es desgraciado piensa que los demás también lo son, así sea infinita la felicidad de los demás).

Mientras la noche iba clausurando las ventanas con su manto negro, se oía el tecleo incansable de los ordenadores y a mí me daba por pensar que era la banda sonora de una película muy mala, de argumento lúgubre, en la que para colmo nosotros éramos unos secundarios sin brillo ni futuro porque pronto llegaría un personaje de Viernes 13 a rebanarnos el pescuezo. De vez en cuando, el crepitar monótono de los teclados era interrumpido por una risa estentórea y lejana, de desesperación. Más que una película de terror, aquello era como una película sueca, filosófica, existencial, pero sin suecos.

Entonces, nos cambiaron el jefe. Y llegó un cuarentón apuesto y dinámico que portaba reloj deportivo, gomina y una sonrisa asombrosa. Digo asombrosa porque a todos nos llamó la atención su dentadura mellada y oscura, que no cuadraba con el resto de su porte aunque la mostrara con desparpajo en su rostro siempre alegre. En la planta se hacían bromas sobre la suciedad que anidaba en aquella boca negra, que si era un cenicero, que si el jefe desayunaba chapapote... (La gente es cruel cuando le sale gratis).

Una mañana me llamó a su despacho. Fui hasta allí arrastrando los pies, consciente de que era mi último día en la oficina, haciéndome la víctima (aunque por dentro deseaba mi destino). Pero él no quería despedirme, sino comentar conmigo que era aficionado a la literatura. No había publicado nada, pero escribía también en sus ratos libres. Estuvimos dos horas hablando sobre una novela que por entonces tenía mucho éxito y a nosotros nos había decepcionado.

Se hizo costumbre que a media mañana él saliera de su despacho para tocar mi espalda y pedirme que lo acompañara a tomar un café. Íbamos a una cafetería cercana, pero lo suficientemente lejos de la oficina como para sentirnos en otro ámbito, y hablábamos de asuntos que nada tenían que ver con nuestro día a día laboral. Nos hicimos buenos amigos, pero era una amistad rara, que duraba esa hora y media de café mañanero. Cuando regresábamos a la oficina, ambos nos reintegrábamos en nuestro rol y volvíamos a ser unos desconocidos compartiendo espacio laboral. Supe el porqué de su dentadura. Había sido yonqui en la India durante dos años (cuando era muy joven). El motivo de que no se la arreglara, nunca me lo dijo ni yo me atreví a preguntárselo. De buena familia, regresó a España después de un proceso de desintoxicación sin ayuda y, listo como era, pronto se recicló en el ejecutivo brillante y desprejuiciado que yo conocí. Como sé por experiencia que los escritores —aunque sean secretos— tienden a la exageración o a la mentira me lo creí, pero no demasiado. (Yo mismo ahora tengo dudas de que mis recuerdos sean tan veraces como me parecen).

Nuestras reuniones se hicieron tan frecuentes y escandalosas que cuando caminábamos hacia el ascensor se podía oír en la planta una murmuración discreta pero elocuente: "Libreeeeros, libreeeeros". El mantra era un juego de palabras más o menos feliz que mezclaba el tema de nuestras conversaciones, los libros, con una acusación dirigida sobre todo a mí, la de que me libraba de trabajar gracias al evidente favoritismo del jefe. Se convirtió en un mantra consuetudinario, irónico, burlesco, con algo de denuncia o de reproche, que llegó a molestarme un poco. Unas navidades mi peculiar amigo falleció con su hija en un horrible accidente de moto cuando ya no trabajábamos juntos. Primero leí la noticia en un periódico, luego supe conmocionado que era él.

Hace poco, en una boda compartí mesa con un veinteañero que dijo estar trabajando en la misma multinacional. Entre otras muchas cosas, contó que a los enchufados todavía hoy se los llama "libreros". Le pregunté la razón y se encogió de hombros.

Es extraño pensar que ahora que ni mi amigo ni yo estamos allí permanece aquel palabro que se creó para denunciar nuestras reuniones literarias, unas reuniones de las que solo yo guardo memoria. Dentro de un siglo, tal vez, cuando ni siquiera existan los libros, en esa oficina se seguirá murmurando "Libreeeeros, libreeeeros" porque la superficie de las cosas es lo único que permanece. Cuando la raza humana se extinga, solo quedarán las cáscaras de lo que fuimos: las banderas de las patrias y su hermoso ondear en el horizonte, quizá la música de algún himno lejano como señal de nuestra triste trivialidad. Y en un lugar secreto del norte de Madrid los fantasmas murmurarán "Libreeeeros, libreeeeros", sin saber que es el último eco de una extraña amistad que tuvo lugar allí mismo entre dos hombres de carne y hueso, en unos instantes fugaces que, cuando acontecieron, parecían eternos.

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