Este es mi noveno año cubriendo Eurovisión como periodista para este medio y noto cómo cada vez más gente se enamora del festival. 

Mi primer año fue en 2014 y lo recuerdo a la perfección: los nervios, la incertidumbre, las ganas de hacer algo novedoso y Ruth Lorenzo, que nos lo puso muy fácil. ¡Hasta coló nuestra cámara en la green room regalándonos unas imágenes únicas! Ella fue, para mí, el inicio del cambio. 

Otros han venido más preparados y conscientes de lo que significa este tinglado: las redes sociales se llenan de directos, las entrevistas son más divertidas, proliferan las geniales reacciones a los ensayos… y los que lo ven desde casa, (casi) pueden vivir el festival desde dentro. El compañerismo es brutal y se nota, mucho más cuando el artista acompaña, la delegación rema a favor y la ciudad te acoge con los brazos abiertos.

Sin querer yo criticar a los italianos, este año ha sido poner un pie en Liverpool y sentir que estoy en una ciudad que sabe de qué va Eurovisión, que conoce el poder de la música y que sabe que el marketing vende y genera mucha pasta. En Turín, hace un año, podía haberse estado celebrando Eurovisión o las elecciones municipales de la pedanía de al lado.

En el aeropuerto John Lennon hay maletas perdidas en las cintas de recogida de equipaje con el logo del festival invitando a los viajeros a bailar, en las calles más concurridas suenan éxitos de Eurovisión y la ciudad está llena de banderas azules y amarillas porque Liverpool es consciente de que no fue el Reino Unido quien ganó el año pasado y nadie se olvida de Ucrania.

Se viene un festival épico, un Eurovisión en el que Blanca Paloma dejará a España en un fantástico lugar porque hay talento, esfuerzo, trabajo y una propuesta medida y estudiada al detalle. Ahora todos se vuelcan con Eurovisión y se nota.