El delicado gesto de Nicole Kidman al apartarse un mechón mientras posaba en la nueva alfombra beige de los Óscar no buscaba tanto despejarse el rostro como mostrar un carísimo reloj de la firma que patrocinaba su breve paseo hacia el escenario. Lo sabemos desde hace años, pero aun así entramos en el juego. 

Vemos el dedo en lugar de fijarnos en el sol. O, más bien, se critica a la estrella, se mide y pesa mentalmente, se juzga su elegancia, se elogia su estilo y pasamos por alto todo lo demás: porque el juego de observar a algunas de las mujeres más hermosas del mundo, centelleantes de joyas y ceñidas en tules, resulta mucho más interesante que reconocer el juego de intereses que las expone, por lo general mal vestidas, rígidas e incómodas, al servicio de una marca o el capricho de un diseñador financiado por un fondo de inversiones. 

Que año tras año escuchemos entre discurso lacrimógeno y gracias impostadas las consignas entre woke y carcas de un puñado de millonarios que jamás padecerán los problemas que denuncian recibe su poquito de atención, pero... ah, el vestido de Ana de Armas…

Poseemos una capacidad ilimitada para desviar nuestra atención de lo importante para fijarnos o especular con lo superficial. Lo importante resulta, por lo general, demasiado grave, inamovible, aburrido y lógico. Las teorías conspiratorias añaden cierta purpurina a un universo oscuro y previsible. 

Que los números de la Bonoloto se repitan de manera casi idéntica en un par de días es, posiblemente, el colmo de la probabilidad matemática: pero qué bello imaginarse tongos, trampas y errores. Sabemos (algunos no, algunos han hecho de la conspiración una personalidad) qué leyes nos rigen, pero seguimos escogiendo ver el sueño, la fantasía, la alfombra champagne y no a los carpinteros que la montan.