Borja Terán Periodista
OPINIÓN

'Sensación de vivir': el éxito de las poses y los filtros antes de las redes sociales

Sensación de vivir
Sensación de vivir
Cinemanía
Sensación de vivir

Vacaciones en el mar, Dinastía, Los Ángeles de Charlie... Son grandes seriales de la historia televisiva con un denominador común: han sido ideados por la mente de Aaron Spelling. Su olfato casi nunca fallaba. Tampoco patinaría cuando lo intentó con una ficción más juvenil que llegó con nombre de código postal, Berverly Hills, 90210.

O como la llamaríamos en España, Sensación de vivir. Un título bien elegido, pues define la esencia de un fenómeno televisivo que transformaba cada capítulo en un acontecimiento social. No verlo, suponía quedarte sin tema de conversación en el instituto. Y, como en todas sus series, Spelling fue arquitecto de un éxito intentando entender a los adolescentes de los noventa pero sin descuidar sus ingredientes maestros para sugestionar a la audiencia más transversal: glamour, pijerío, aspiración, deseo.  Mucho deseo. Lo logró. 

Primero cocinó ese glamour aspiracional clásico. Esa búsqueda de la ensoñación se alcanzaba entonces con vidas de pijos, muy pijos, pero la inteligencia de la propuesta estaba en que la serie bajó el universo de dinero y lujo a tierra mostrándolo a través de los ojos de dos personajes, Brandon y Brenda, que llegaban a ese lugar como elementos externos. Eran como nosotros. Eran como la mayoría.

El público iba empatizando con un guion que, como toda serie juvenil pensada para arrasar, partía de estereotipos básicos y reconocibles sin necesidad de pensar demasiado. En un vistazo de zaping, ya prejuiciabas las personalidades. Aunque lo que hizo diferente e inmortal a Sensación de Vivir frente a otras ficciones es que los chiclés de partida se fueron humanizando muy rápido en el camino. Hasta derribar sus propias etiquetas. Como la propia vida. A primera vista, vale, Kelly era la rubia tonta, Dylan, el chulo; Steve, el descerebrado; Donna, la virgen y Andrea, la empollona. Pero, a la vez, todos eran mucho más que eso. Sus personalidades desarrollaban rápido matices en los que era hasta fácil sentirse representado. Identificarse con su forma de ser, de sentir y hasta de vestir, creando tendencias de moda imparables.

De hecho, el retrato que realizaba la ficción de Beverly Hills despertaba una fascinación especial por la acogedora California, donde el "sueño americano" se cumple bajo un sol infinito. Se conseguía una evasión social a través de la proyección de vidas de postal. Así la pandilla de Sensación de Vivir fue una adelantada al postureo de las redes sociales. No existía Instagram, pero la serie mostraba una adictiva felicidad hecha a base de prefabricadas poses y filtros.

Spelling, curtido en el negocio de la tele de masas más caníbal, diseñó un reparto de caras nuevas destinadas a convertirse en ídolos carpeteros. Jason Priestley, Shannen Doherty, Jennie Garth... No bastaba con ser guapo, tenían talento. Incluso su hija, la enchufada Tori Spelling, que también desprendía magnetismo interpretativo por obra y gracia de sus constantes muecas sobreactuadas.  Hasta para sobreactuar bien hay que tener arte. Pero lo más relevante es que en Sensación de Vivir podías elegir a tu favorito. ¿Brandon o Dylan? ¿Brenda o Kelly? Estar con él o contra él. Otro truco maestro de las ficciones de Spelling.

El serial tenía todos estos elementos del culebrón de siempre,  aunque el límite estaba en nunca rozar tramas locas y demenciales como después pasó en Melrose Place. En las primeras temporadas y a pesar de la dosis de lujo aspiracional para enganchar al público, se mantenía un tono muy realista que fue crucial para conectar con la generación pegando el estirón en los noventa.  Desde la rítmica sintonía, que era como un póster desplegable en puro movimiento que simbolizaba tan bien ese único e irrepetible momento de la vida en el que todavía crees que toda la felicidad está por llegar.

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