OPINIÓN

Es duro ser Papá Noel

Un hombre disfrazado de Papá Noel en el tradicional baño navideño en el Báltico.
Un hombre disfrazado de Papá Noel en el tradicional baño navideño en el Báltico.
GTRES
Un hombre disfrazado de Papá Noel en el tradicional baño navideño en el Báltico.

Es duro ser Papá Noel, casi insoportable. Hace unos años y contra mi voluntad me tocó serlo en una celebración del colegio de mis hijos. Aquella mañana lluviosa me dirigí al centro escolar como un condenado a muerte. Había desayunado huevos fritos con salchichas, como si fuera mi última comida, y a medida que me acercaba al colegio un temblor de corazón y de piernas me acogotaba. Tampoco había dormido bien: tenía problemas laborales acuciantes que no iba a poder resolver aquella mañana por culpa de la entrañable farsa en la que me había visto involucrado a traición.

Un montón de profesores me esperaban sonrientes en el aula donde me fui despojando de la ropa sin apenas intimidad. Me coloqué una almohada a modo de barriga, me puse una larga barba blanca —cómo picaba—, me embutí en el traje y en la gorra rojos —picaban aún más— y recibí varias risotadas como respuesta a mi desazón. Después de aceptar los necesarios retoques al atuendo y las previsibles reconvenciones a mi actitud de condenado, me dirigí hacia el pabellón donde los niños, estabulados, esperaban la llegada del benefactor: mi llegada.

Qué impresionante ovación se apoderó del bochorno cuando mi figura gruesa y alicaída penetró en el lugar de la reunión.

A pesar de que mi ánimo mejoró con el recibimiento, seguía inquieto y ya no solo por mis tareas laborales apremiantes y abandonadas, sino ante la perspectiva de no estar a la altura del papel, porque las indigestas salchichas —a quién se le ocurre desayunar veneno en día tan señalado— intentaban hacer su camino de regreso por el esófago.

Me senté en el incómodo trono y sonreí, pero la sonrisa era imperceptible detrás de la barba a tenor de las palabras de un profesor: “Sonríe, hombre”.

Evitaba mirar directamente a mi hijo porque sabía que nuestro encuentro sería la prueba más peligrosa

Mi hijo pequeño tenía seis o siete años, y lo divisé a mitad de la fila de chavales en busca de sus caramelos. Tras la alegría, el desconcierto. Él se desmarcaba de sus compañeros para escrutarme. Cada poco, notaba sus pupilas brillantes repasando mi atuendo, inquietas, inquisitoriales. Mi presencia allí era un secreto que yo pretendía llevar hasta el final. Disimulaba. Sonreía, daba conversación, dulces y dibujos a los niños sin rascarme la piel, pese al creciente picor, y evitaba mirar directamente a mi hijo porque sabía que nuestro encuentro sería la prueba más peligrosa. ¿Me reconocería? ¿Desvelaría ante todo el pabellón la impostura? ¿Lograría así que varios padres y el propio Ampa se querellaran contra mí por haber roto la magia de la navidad con mi deficiente interpretación? ¿Y por qué se dice el Ampa cuando Asociación es un término femenino? ¿No debería ser la Ampa?

Todas estas preguntas, más o menos trascendentes, más o menos liberadoras, me atacaban como una emanación lisérgica del desayuno impropio.

A medida que el chaval se iba acercando, la calefacción del pabellón incrementaba la temperatura hasta niveles propios de sauna: al picor se unían las cosquillas del sudor, una combinación diabólica. Para colmo, dos profesores y una madre del AMPA discutían a mi espalda sobre política nacional —por aquel entonces, también había semanalmente golpes de Estado en España— y yo trataba de no escucharlos para mantener el gesto bonachón.

“¿Por qué no me trajiste la escopeta el año pasado?”, me preguntó un niño.

“Porque las armas son malas”, dije yo.

“¿Y la de papá?”.

Cuando iba a preguntarle si su padre tenía licencia de caza, una profesora me interrumpió.

“Pregúntaselo a tu papá y él te responderá… Venga, coge tus chuches y siéntate”.

Una niña muy rubia me preguntó que cuándo podría volver a casa.

“Muy pronto”, le dije.

“Pero yo no quiero volver a casa”, se contradijo.

“¿Y a dónde quieres volver?”.

“A la otra casa”.

Cuando iba a preguntarle cuántas casas conocía, la misma profesora apartó a la niña y la hizo sentar. Y entonces, sí, por sorpresa me topé con el rostro sonriente de mi propio hijo.

“Quiero un perro”, me dijo.

Engolando la voz, me zafé como pude del problema:

“Eso mejor pídeselo a los Reyes Magos: yo solo traigo cosas pequeñas”.

“Venga, siéntate”, terció de nuevo la profesora.

Mi hijo regresó a su asiento.

Aquella noche, en la cena, le preguntamos qué tal el encuentro con Papá Noel:

“No era él”, respondió.

Tragué saliva: “¿Y quién era?”.

Cuando ya me daba por sentenciado, el niño me sorprendió:

“El Rey Melchor disfrazado de Papá Noel”, sonrió.

El chaval acertó, porque aquel 6 de enero apareció en casa un cachorro al que mis hijos hoy quieren mucho, pero del que principalmente nos ocupamos quienes nunca lo pedimos (tal y como nos temíamos). Gracias, Melchor (así se llama el medio cocker), por tu compañía y afecto. Mereció la pena hacer de rey Melchor disfrazado de Papá Noel. Siempre merece la pena. Y felices fiestas a todo el mundo.

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