La memoria de los adultos respecto a la infancia es frágil, y nuestra mirada miope; olvidamos qué fuimos y qué sentimos antes de crecer con una reinterpretación matizada de todo aquello. Solo así se entiende que la actitud general ante el acoso escolar de quienes deberíamos intervenir de manera determinada sea la de una escandalizada sorpresa, cada una y todas las veces en las que un suicidio o su intento, una paliza o una depresión sacuden las noticias. Como si no pudiéramos hacer nada.

Era adolescente cuando se publicaron los resultados de una encuesta que revelaba que los jóvenes de los 90 preferíamos incluir en nuestro grupo de amigos a alguien en silla de ruedas que a un gordo: al fin y al cabo (esta era la delirante justificación) el primero no tenía la culpa de su situación. Han pasado tres décadas y la Fundación ANAR, que ayuda a niños y adolescentes en situación de riesgo, advierte en su informe anual que la mayoría de los casos de acoso tienen como detonante el aspecto físico.

El acoso escolar repunta tras la pandemia: tres de cada cuatro casos de bullying son grupales y el aspecto físico es el principal motivo

Los insultos son los clásicos: enano, jirafa, cuatrojos, vaca, mofeta, mira qué pintas... Con una sociedad más diversa hemos añadido unos cuantos referidos al color de piel, la indumentaria o al acento. Esa excusa abre una grieta ya sin fondo: los golpes, el miedo, las situaciones humillantes, el control, las agresiones. Una nariz, unas orejas, el ser pelirrojo... no indican nada, solo son el asidero al que se aferran los niños acosadores, los temperamentos crueles que siguen atacando, como siempre han hecho, ante el silencio de los espectadores, ante la complicidad de quienes también tienen miedo, ante quienes intentan desesperadamente que nadie se fije en su pelo, en sus kilos, en sus dientes, todo lo que les hacen diferentes, y vulnerables. Lo que les haría, en otro momento, en otra sociedad, únicos.