Borja Terán Periodista
OPINIÓN

El problema de los realities con un espectador sin voz ni televoto

El jurado de 'MasterChef 10' con el chef Francis Paniego.
El jurado de 'MasterChef 10' con el chef Francis Paniego.
RTVE
El jurado de 'MasterChef 10' con el chef Francis Paniego.

Un buen reality show se estructura como una serie, con su arco de personajes complementarios que se enriquecen entre sí. El problema está cuando el reality cuenta con una dinámica de concurso, es grabado y el público no puede votar desde casa. Entonces, las decisiones se toman por un jurado que va dibujando el recorrido del programa hasta proclamar al ganador. Y, a menudo, es normal que sus decisiones no vayan tanto por las cualidades para alcanzar la victoria de los concursantes, sino por las necesidades dramáticas que demanda el espectáculo. Ya sea mantener un perfil cómico que desengrase las pruebas con risa o mantener un antagonista que impulse la tensión. De ahí que existan también las repescas en este tipo de concursos. Si se ve que decae el tono del juego, a veces viene bien recuperar a un perfil que remueva al personal.

Pero la televisión, sobre todo, es un ejercicio de confianza con el espectador. Y los programas empiezan a decaer si su propia audiencia desconfía al pensar que el recorrido del show está planificado de antemano. Es la otra debilidad que sufren espacios como MasterChef, DragRace o MaskSinger, como se ruedan antes de la emisión y no existe televoto del público desde casa, cuando van pasando las temporadas pueden dar la sensación de formatos más predecibles. Incluso en los que es sencillo pronosticar quién sí y quién no será eliminado antes.

La astucia de los creadores de la televisión es seguir pillando desprevenido a ese espectador que cree saberselas todas. El primer paso es no intentar clonar los perfiles del casting de temporada a temporada. El segundo paso es equilibrar bien los protagonistas del casting para que la historia no se haga monótona. Y el tercer paso, al final, es dejarse llevar realmente por la competición objetiva de talentos. Porque si confías en los talentos de tus participantes, el conflicto surgirá solo, será espontáneo y acabará pillando por sorpresa hasta al guionista más creativo. Por eso mismo, ha triunfado DragRace en España: está grabado y editado pero las drags salen dispuestas a deslumbrar a su público fiel más allá del perfiles que creen deben cumplir en el show. 

Parecido es el caso de MaskSinger. Aquí no es tan relevante el talento del concursante como su fama escondida debajo de un colorido disfraz. Si el personaje que lo oculta cuenta con una trama atrayente e imaginativa, el espectador entra en el show y está dispuesto a jugar a adivinar. Le da igual quién aguante hasta el final, quién gane o quién pierda. Porque el público está dentro del juego de intentar desenmascarar los nombres de las personalidades engullidas por un muñeco que baila y canta.

Ahí está el reto de la televisión ante un espectador que ya siente que lo ha visto todo: recuperar esa ingenuidad sin repetir patrones del éxito. Porque cuando se repiten patrones y se fuerza la historia todo se puede planificar. Y entonces la credibilidad se pierde. No parece un juego, parece una trama en la que el público no tiene ni implicación ni voto. Una trama que nunca puede perder de vista que el buen reality es el que sabe grabar la verdad que no se puede predecir, no el que prefabrica lo que se supone que esperan de ti.

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