Mónaco vivió su época dorada cuando Grace Kelly, la elegante, fría y bellísima actriz de Hollywood, apostó por el papel de su vida y aceptó la propuesta de matrimonio de Rainiero, que la elevó al trono del minúsculo Principado. Su presencia contribuyó poderosamente a afianzar el esplendor del pequeño país, que se convirtió en el eje del glamour.
El dinero corría en el Casino; las fiestas, frecuentadas por millonarios, aristócratas, y antiguos compañeros del mundo del cine, se multiplicaban. Fueron tiempos de vino y rosas, pero el cuento de hadas no tuvo un final feliz. Su trágica muerte marcó el inicio del declive social del Principado. Ya nada volvió a ser igual.
La actual princesa consorte no es una brillante actriz acostumbrada al resplandor de los focos ni el Mónaco de hoy es el de ayer. El heredero de Rainiero se tomó su tiempo antes de dar el paso del matrimonio y tuvo sus aventuras amorosas que le convirtieron en padre soltero de dos hijos, pero, finalmente y ante la sorpresa de todos, fue Charlene Wittstock, una nadadora olímpica sudafricana, la elegida para compartir el trono.
Once años, que no han sido fáciles ni felices, han pasado desde aquella boda, que desde el primer día ha sido objeto de rumores, crisis y desavenencias. Ahora parece que han llegado a un aceptable acuerdo: ella vive fuera de Mónaco, donde permanecen sus hijos, y se compromete a aparecer oficialmente cuando su presencia es requerida. Mejor un pacto que un mal divorcio. Hay mucho en juego.
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