En el año 1810, en España reinaba José I, hermano de Napoleón Bonaparte, el victorioso general francés que acabó proclamándose emperador hasta su derrota ante británicos y prusianos en Waterloo.
España había sufrido la invasión francesa, de la que lograría desembarazarse en 1814 al final de la Guerra de la Independencia y que según muchos analistas, fue el principio del fin de Napoleón.
Durante esta ocupación francesa, el gobierno español auspiciado por París quiso reorganizar administrativamente todo el país, y entre otros cambios, quiso imponer una división por provincias muy distinta a la actual.
Tal y como recoge Xataka, el diseño corrió a cargo de José María de Lanz y de Zaldívar, que se inspiró en la división administrativa de Francia. La idea era aprovechar los accidentes naturales e intentar que cada provincia tuviera aproximadamente el mismo tamaño.
Lanz acabó con los nombres históricos y quiso que cada provincia llevara el nombre del río o los ríos dominantes. Así, estaban Ebro y Jalón, Guadalquivir Bajo, Duero y Pisuerga, Segura o Miño Alto.
Además, se establecían nuevas capitales no necesariamente tradicionales: localidades como Astorga, La Carolina, Ciudad Rodrigo o Jerez se convertían en capitales de provincia.
El problema es que este método ignoraba realidades históricas y se tomaban decisiones como dividir Zaragoza en dos provincias. Finalmente, el fin de la ocupación francesa acabó con este esquema y en 1833 se adoptaría uno ya muy parecido al actual.
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