Luis Andrés Martín: “Lo siento, mi gitana”

  • Luis Andrés Martín Pacheco. 54 años. Pintor de brocha gorda. Trabajaba en las obras de ampliación del Congreso de los Diputados. Murió en el tren que explotó frente a la calle Téllez a las 7:39 del 11-M.
  • “Desde que se quedó viudo me ayudaba en casa. Hacía la compra, cocinaba, ponía la colada y planchaba”, Maite, su hija.
Luis jugueteaba a diario con sus dos “perrillas”, como llamaba a Wanda y Lassie. A veces los tres se quedaban dormidos en el sofá.
Luis jugueteaba a diario con sus dos “perrillas”, como llamaba a Wanda y Lassie. A veces los tres se quedaban dormidos en el sofá.
20minutos
Luis jugueteaba a diario con sus dos “perrillas”, como llamaba a Wanda y Lassie. A veces los tres se quedaban dormidos en el sofá.

Cuando ganó su primer sueldo como chaval para todo en una droguería de la calle Bravo Murillo todavía llevaba pantalón corto. Le dieron un billete de cinco pesetas, poca cosa incluso entonces, en 1958. Lusito corrió sin tregua hasta su casa en el barrio de Fuencarral para entregarle a su madre la paga. Apretó tanto el dinero en su puño de niño obrero de ocho años que el billete estaba casi deshecho cuando abrió la mano.

Así fue su vida entera: pelea y sudor. La frase no es un tópico en este caso: nadie le regaló nada a Luis Andrés Martín Pacheco (54 años). Todo lo que tuvo lo ganó con honradez, sembrando y cumpliendo. Su única hija, Maite (29), ha salido al padre: trabaja 19 horas al día en un par de empleos de auxiliar de geriatría.

–Me enseñó unos valores basados en la lealtad, la educación y el deber al trabajo. En la vida hay que tirar para delante sin pisar a nadie, por los méritos de uno mismo, porque si escupes muy alto te puede caer encima la saliva, eso me decía.

Cuando me nombraron supervisora, se le iluminó la cara y me dijo: “¡ole, tus huevos!”. El ole también lo deben estar coreando allá donde esté ahora Luis –o Luisito, o Pacheco, o tío Luis, que por todos esos nombres le conocían–, un hombre que hizo mucho y lo hizo bien pese a la cuesta arriba que le tocó en el mapa de carreteras.

El padre, sargento de la República, resultó herido en Belchite y fue prisionero en campos de concentración franquistas. Las estrecheces fueron muchas para los seis hermanos (también físicas: 35 metros cuadrados de casa) y se agravaron cuando, a los 57, un infarto cerebral se llevó prematuramente al cabeza de familia. Los cuatro varones se pusieron a trabajar cuando sólo tenían edad para jugar y las dos chicas se fueron a un convento porque en el hogar no había pan para tanta boca.

Con 14 años, Luis entró en Venceslao García e Hijo, una gran empresa dedicada a la pintura. Nunca dejó el empleo. La infidelidad no estaba en el vocabulario de este Sagitario de gran bigote (“es un mostacho, no un bigote”, precisaba siempre). A los 19 años se casó con su primera novia, María Teresa, que tenía 16. Salvaron la oposición de la familia de ella y se quisieron sin condiciones ni distancias. Cuando en el trabajo mandaban a Luis fuera de Madrid, se llevaba con él a su Tere.

Querían “conseguir un mochuelo”, pero hubo varios abortos hasta que llegó Maite, a la que Luis llamaba siempre “mi gitana”. Siempre hubo entre padre e hija un hilo de plata que iba más allá del vínculo. Maite dice “mi papa”, con acento en la primera sílaba, y se le llena la boca como si hablase un idioma trascendente. Su pareja, Alfonso Martín (36), también echa en falta al suegro inusual con el podías irte de copas:

–No era el padre de la novia típico, sino todo lo contrario. Era un amigo, no un suegro. Maite, que está de baja médica y a tratamiento por ataques de ansiedad y pánico, ha visto demasiada muerte para su edad. Hace año y medio, su madre, que tenía 48 años, murió en sus brazos. Estaba enferma de diabetes, había perdido la vista y padecía sin quejarse. Luis, que la cuidó hasta el final, perdió el brillo desde entonces. Dos semanas antes del 11-M, dijo a la hija: “¿Qué hago aquí sin ella?”.

Antes de enterrar a su padre, Maite le peinó el mostacho al cadáver. En el rostro tranquilo de su “papa”, su “gordo”, su “moreno” encontró una disculpa:

–Sé lo que me estaba diciendo: “lo siento, mi gitana, pero Tere me estaba llamando”. Supongo que allá arriba hace más falta que aquí, pero ahora soy yo la que se ha quedado sin sus achuchones.

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