Ángel Pardillos: El hermano en el espejo

  • Ángel Pardillos Checa. 62 años. Trabajaba en el departamento de Reclamaciones del Banco de España. En agosto de este año se jubilaba para irse a vivir a su pueblo, Manchones (Zaragoza). Murió en el tren que explotó en El Pozo a las 7:41 del 11-M.
  • “Todas las víctimas han sido mártires de un mundo fanático. Yo podría darle un abrazo a un musulmán”, Luis, su hermano.
Ángel Pardillos
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20minutos
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Su hermano Luis (61 años), hombre profundamente religioso, conoció antes que nadie la muerte cierta de Ángel Pardillos Checa (62). Dos días después de los atentados, al intentar levantarse, notó un peso titánico en las piernas e, impedido para abandonar la cama, retrasó media hora la salida hacia el mercado de frutas. Cuando al fin logró incorporarse y entró en el cuarto de baño, no encontró su cara en el espejo: era Ángel quien le miraba desde el otro lado.

–Vi el rostro de mi hermano, su cara reflejada en la mía.

Entonces llamó a su cuñada Juani y a sus dos sobrinos, Fermín y Miguel Ángel, que esperaban, como tantas otras personas en aquellos días desvariados, los resultados de las pruebas forenses sobre los restos humanos mancillados por las bombas:

–Ángel tuvo una muerte sin sensaciones, Juani.

Murió sin enterarse, sin sufrir. Luis es frutero y presidente de los comerciantes del mercado madrileño de la calle Ibiza. De los nueve Pardillos Checa, nacidos en Manchones, en el suroeste de Zaragoza, Ángel y Luis eran los más parecidos. No es que los separen apenas quince meses en la fecha de nacimiento, sino que ambos tienen una fisonomía casi exacta: rostro ancho, cuerpo sólido y ojos melancólicos. También el alma era de mellizos:

–Sí, éramos igualitos. De los nueve hermanos, Ángel y yo éramos los más compaginados.

Algunos dirán, racionales incluso al hablar de estas vidas llenas de prodigios, famosas gracias, maldita sea, a la masacre, que Luis vio apenas aquello que su corazón quería ver y la necesidad de consuelo le pedía: su propia cara convertida, por un misterio sicológico, en la de su hermano favorito. Pero que no le digan eso a Luis, que habla con seriedad y circunspección:

–Ángel vino para confirmarme que estaba muerto. Quiso decírmelo para apaciguar nuestro sufrimiento.

El 11-M segó la gran ilusión de Ángel, la única locura de una vida recta y sin demasiadas tribulaciones: regresar al pueblo tras la cercana jubilación, prevista para este verano, y establecerse en la antigua vivienda paterna, un casón de arrieros que compraban fruta en la ribera del Jiloca para enviarla a Madrid. Quería restaurarla con sus mañas de chapuzas y dedicarse a vivir con tranquilidad: ir de pesca, jugar al subastado, escuchar coplas de Machín...

Pero hay prodigios en la partida final de este hombre normal, empleado desde hace treinta años en el Banco de España, primero en el economato y luego haciendo fotocopias en el departamento de Reclamaciones. Como para demostrarnos que incluso lo más siniestro responde a una especie de fluir, el tiempo de Ángel no se detuvo del todo en la estación del Pozo donde le cazaron las bombas.

Su cuerpo quedó deshecho, pero el reloj que le habían regalado en el trabajo tras 25 años de servicio fue recuperado intacto y funcionando. Cuando era un niño, los padres de Ángel le habían regalado una mochila para que llevase los libros y cuadernos del colegio.

En aquellos años de carteras, no se trataba de un accesorio tan universal y los amigos del chico empezaron a llamarle El Mochila, mote por el que todos le conocían en Manchones. El hermano Luis, el hombre que adivina la verdad tras los espejos, tiene la suficiente tranquila tristeza como para enunciar la casualidad, la última:

–Mire por donde, le mató el explosivo de una mochila.

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