MARIO GARCÉS. EX SECRETARIO DE ESTADO DE SERVICIOS SOCIALES E IGUALDAD
OPINIÓN

La vida del otro

Una pareja consumiendo diferentes alimentos.
Una pareja consumiendo diferentes alimentos.
LEV DOLGACHOV / GTRES
Una pareja consumiendo diferentes alimentos.

La mayor aportación de España a la historia sentimental de la humanidad es la envidia. Pura envidia. De los siete pecados capitales, la "sangre de Caín", como la consagró Unamuno, es esencia de hispanidad y gangrena del alma nacional. Solo este rasgo tan genuinamente español puede explicar que hordas de ciudadanos en la política, en el arte, en la empresa, en el periodismo o en la misma familia sientan, como Aristóteles, infinita tristeza del bien ajeno y profundo pesar de la felicidad de otros.

Y que es enfermedad crónica española no lo duda nadie, pues solo en un país como el nuestro se puede acuñar una expresión, a mayor gloria de nuestra inherencia patria, como la de "envidia sana". Bien haría la Iglesia en desmontar esta afrenta dialéctica, pues no se entiende que un pecado sea sano, a no ser que también exista salubridad en la pereza, en la gula o en la lujuria. El escritor vascuence, que prodigaba ictericia sobre Cervantes de manera patológica, encadenaba la envidia a los conventos y consideraba que era "vicio clerical por excelencia". Lamentablemente, no participaré esta vez de la opinión del autor, pues hay más envidia en los inseminarios que en los seminarios. Y es que la roña de la envidia comienza a rondar cuando anhelas a la mujer de tu amigo o, incluso, a la de tu enemigo, que debe ser menos divertido. Será 'lujuria sana'.

La envidia es dolor que se engendra como un monstruo y que no se extingue ni siquiera cuando muere el envidioso. Cada pecado capital tiene asociado un demonio, y a la envidia le tocó Leviatán. Lástima que no le tocara Amon (la ira) o Mammon (la avaricia), porque España cuenta con un número importante de amones y mammones, a pesar de que el Instituto Nacional de Estadística se empeña en decirnos que los nombres más comunes son María Carmen y Antonio.

'Envidia' procede del latín in vidia o 'ver mal'. Será por eso que Jorge Luis Borges, cuyos ojos percutían en el interior del alma pues no volaban al exterior de su iris, llegó a afirmar que los españoles siempre están pensando en la envidia, pues de hecho cuando algo es bueno exclaman "es envidiable". Costumbre española, que no ha alcanzado el rango de deporte olímpico, porque no tendríamos rival. Carcoma, lepra, cáncer, peste y hasta "mal sagrado" como recitaba María Zambrano, pues en la envidia no hay desigualad de género, o de sexo, si hablásemos de una vez por todas con propiedad.

Quijotes y Caínes. Así se divide España. Los primeros tienen fe en sí mismos y aspiran a continuar siendo como son, que, al fin y al cabo, es lo más parecido a la inmortalidad. Los segundos son fuente de frustración y de envidia. Joaquín Monegro, el alter ego de Caín en la novela Abel Sánchez de Unamuno, se aferra a la envidia y al odio: "Empecé a odiar a Abel con toda mi alma y a proponerme a la vez ocultar ese odio, abonarlo, criarlo, cuidarlo en lo recóndito de las entrañas de mi alma. Así nací al infierno de mi vida". Caín vive. Y vive ahora y aquí pensando en la vida del otro. Solo pretendo que, por una vez, sientan envidia de sí mismos. Y que Onán los proteja.

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