IRENE LOZANO. ESCRITORA
OPINIÓN

La noche de no llorar

Periodista, escritora y política.
Periodista, escritora y política.
JORGE PARÍS
Periodista, escritora y política.

Tenía en mi cuarto aquel póster en blanco y negro con una frase de Rabindranath Tagore, de cuya muerte se cumplen ahora 75 años: "Si lloras porque no puedes ver el sol, las lágrimas te impedirán ver las estrellas". Cuando me encerraba a llorar en mi habitación, disgustada por no poder ir al cumpleaños de aquella mejor amiga cuyo nombre he olvidado, ahí estaba Tagore con su admonición. Lo leía y pensaba: "Vale, ya acabo". Estaba claro que mi madre lo había colocado estratégicamente, pero no siempre era tan sencillo. Había momentos de auténtica desesperación, cuando una pérdida era irremediable: que me hubieran arrebatado el Click preferido, que se hubiera manchado el vestido más hermoso de la Barbie o que me hubieran devuelto Los cinco en la granja con una página arrancada, dejando la historia despedazada. Entonces sobrevenía el drama. Portazo. Me lanzaba en plancha contra mi cama, desconsolada, y me zambullía en la almohada entre jipidos, pensando que no hay en el mundo mayor injusticia que ver siempre los dibujos que le gustan a tu hermano mayor. Por supuesto, no faltaba la abuela burlona: "Madre mía, ¿y cómo va a llorar cuando yo me muera?". Seguramente le quitaba hierro para ayudar, pero sus bromitas ponían la vida aún más cuesta arriba. El sentimiento de incomprensión social se desbordaba, el llanto cobraba vida propia y yo no sabía cómo iba a detenerlo, en el caso de que quisiera hacerlo algún día. De momento, me iban a oír un buen rato... Pero apenas mi cabeza comenzaba a emerger del mar de lágrimas, me topaba con la infatigable sabiduría de Tagore. Leía la frase, miraba el reloj de soslayo y calculaba cuánto quedaba hasta el anochecer: bien, dos horitas más de llanto. Y seguía.

Esta semana tendrá lugar esa noche en la que todos se tomaban a Tagore tan al pie de la letra como yo: la noche de las Perseidas. El día sólo transcurría para que sobre él cayera la noche. Entonces salíamos al campo, lejos de la sucia luz urbana, tendíamos unas mantas y nos tumbábamos. Mientras esperábamos, el Click, la Barbie y Los cinco se iban empequeñeciendo, y nosotros mismos nos encogíamos hasta hacernos diminutos ante aquel firmamento grandioso, la perfecta obra de arte. Entonces, cuando ya estaba una a tamaño natural, rozando la irrelevancia, irrumpía en el cielo la primera estrella fugaz: ¡Allí! ¡Allí! El dedo índice saltaba como un resorte hacia el infinito. ¡Sí, otra! ¡Ahí!¡Mirad! El chisporroteo astral te sobrecogía. ¡Otra! ¡Dos, mirad! Abrías más los ojos para atraparlas todas. Reías mientras te impresionaba esa ambigua emoción de sentirte un ser único e ínfimo al mismo tiempo. Nunca he sabido por qué San Lorenzo eligió justo esa noche para llorar.

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