IRENE LOZANO. ESCRITORA
OPINIÓN

Carta a Sidra, mi perra

Periodista, escritora y política.
Periodista, escritora y política.
JORGE PARÍS
Periodista, escritora y política.

Querida Sidra:

En cierta ocasión, te hice no sé qué comentario y un amigo me lo afeó: "A ver si vas a acabar como esas viejas locas que hablan a sus perros". Le contesté que todos hablamos a nuestros perros y vosotros lo entendéis a la perfección. Han sido 14 años de conversación, en los que lo más prodigioso, con diferencia, es lo que tú me has dicho a mí: me pedías una rascadita en la barriga; o te quedabas mirándome fijamente, cuando llegaba tu hora de comer, y al preguntarte qué querías te relamías. En la playa venías con un palo en el hocico, contándonos que querías nadar, y jugábamos clandestinamente, antes de que llegaran los bañistas. En un arenal asturiano, una tarde resplandeciente de verano viste a lo lejos la pelota de un niño. Era una enorme pelota de playa, con gajos de colores tan brillantes que escapaste galopando hacia ella. En cuanto le hincaste el colmillo se pinchó y el chavalín se puso a berrear con tanta razón que huiste con el colgajo en la boca, moviendo tu negro rabito de nutria. Menos mal que su madre era civilizada y aceptó que le compráramos otra.

Nuestra conversación se fue haciendo más profunda a medida que fuiste sentando la cabeza, perra pirata. Para tu digno porte, Manu te inventó una prosapia de nobles italianos y un apellido, Struberezzi, aunque tú no eras de títulos, sino de lealtad sin fisuras. Te gustaba tumbarte cerca de nosotros siempre, pero algo especial olfateabas en la tristeza que te hacía apegarte aún más en los malos momentos. Si me ponía a trabajar, te metías bajo el escritorio y te echabas sobre mis pies. ¿Cómo podías saberlo? Si me sentaba en el sofá, te acercabas y apoyabas tu hocico en mis rodillas. Cuando me iba a dormir, venías a mi cuarto y te tirabas en el suelo. Entonces yo me levantaba para coger tu colchoneta y colocarla junto a la mesilla; dejaba caer el brazo y te acariciaba la cabeza. Te preguntaba: "¿A qué huele la tristeza?". Y tú me lamías la mano, como diciendo: "Ubi Irene, ibi patria".

La otra noche me miraste y con un solo ojo me dijiste que hasta aquí habías llegado. A la mañana siguiente, no quisiste ni salir a pasear, con lo que te gustaba revolcarte en los olores del Retiro y correr a las ardillas, pese a la artrosis. Hablé con tu querido veterinario, Ángel Luis, y te contesté que merecías ese final humano que solo nos es posible dar a los animales. Te fuiste sin un gemido. Ahora estoy triste y tú no vienes a tumbarte a mi lado.

Con amor, Irene Lozano

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