Hubo un tiempo no tan lejano en que la compra de un piso se nos antojaba el mejor de los negocios. Se daba por hecho que todo lo que se invirtiera en el ladrillo crecía como la espuma porque los inmuebles siempre se podían vender a un precio superior al de la compra. Eran los tiempos en que las casas, por el mero hecho de existir, ganaban más que la mayoría de los asalariados, una hucha que engordaba sola y encima podías habitar en su interior. A nadie le puede extrañar que la gente, en cuanto juntaba cuatro perras, las invirtiera en la entrada de un piso. Los bancos, encantados; esa dinámica les permitía firmar miles y miles de hipotecas, en unas condiciones muchas veces leoninas para el comprador, desde la convicción de que, aunque el cliente tuviera problemas económicos, el valor hipotecado sería cada vez mayor y nunca perderían. Esta dinámica infló el precio de la vivienda hasta hacerla inaccesible a los jóvenes, que se veían en la tesitura de firmar préstamos a tan largo plazo que les ataba el resto de sus días.
Así nos plantamos en el 2006 en que el valor del ladrillo alcanzó la cota más alta de su historia, el punto cenital de la burbuja inmobiliaria. Desde entonces, y sobre todo a partir del 2008 en que España entra en recesión, el mercado de la vivienda se vino abajo hasta el extremo de que en 2012 había pisos que no lograban venderse por la tercera parte de lo que cuatro años antes pagaron por ellos. En términos generales, quienes compraron en aquel 2012 acertaron porque desde entonces las ventas y los precios se han ido recuperando lenta pero incesantemente. Tanto que los expertos llegaron a temer una ‘miniburbuja inmobiliaria’ aunque todo parece indicar que la prudencia tras la experiencia vivida impuso un crecimiento moderado. El mercado se anima y solo hay que ver que en las calles de las ciudades las agencias de venta y alquiler de inmuebles brotan como setas.
Nada, sin embargo, volverá a ser igual, al menos a corto y medio plazo. Las heridas y escozores que dejó la crisis han cambiado los hábitos de los españoles con respecto a la vivienda. Aquel hambre por la propiedad mermó ante la caída de los salarios, la precariedad e inseguridad en el empleo y la consiguiente mayor disposición a la movilidad geográfica. Eso explica que en España, según los expertos, queden entre dos y tres millones de casas vacías, muchas de las cuales por su ubicación tienen de momento muy mala salida.
La consecuencia es un notable protagonismo del mercado de alquiler en sintonía con lo que sucede en el resto de Europa. La compra de una vivienda ya no es, como hace solo diez años, la máxima aspiración de todo ciudadano. Y alquilar puede ser rentable.
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