Diez años de revolución para lograr una cultura más libre y accesible

Rafa VidiellaSi las normas de estilo lo permitieran, habría que iniciar este texto con una gran interrogación. Parece lo propio al hablar de la cultura de la última década y, sobre todo, si uno se plantea especular sobre cómo será la siguiente. Los años veinte tuvieron bombines y bigotes y dicen que fueron felices; los sesenta trajeron a Kennedy, los Beatles y los yeyés; los ochenta, pelos cardados, hombreras y Reagan, y los noventa... ¿qué tuvieron los noventa, que ahora suenan tan lejanos? Al menos, eso es seguro, nombre. La década que hemos dejado, la de los... ¿cero?, ni eso. Como espejo de la vida real, nunca la cultura fue tan incierta, indefinible y anárquica. Quizá tampoco tan accesible, revolucionaria, vital. Así que, aunque sintetizada en un puñado de epígrafes, intentaremos definir las señas de identidad de la cultura del nuevo milenio.

Digital

La década pilló a algunos con disquetes en el ordenador, CD en el equipo de música y las paredes llenas de VHS y álbumes de fotografías. Ahora no es que estén muertos, es que sus herederos suenan a marcha fúnebre. Los soportes se hicieron digitales, minúsculos, informes, y, excepto cuadros y esculturas (aunque el Prado puede recorrerse en Google Earth), todo cabrá en el bolsillo. Eso aceleró la difusión cultural, facilitó su almacenamiento y, a veces, hasta abarató su precio, pero también habla de un saber más efímero, sustituible, etéreo. Quien dice cultura dice sentimientos (Twitter), amistades (Facebook) o hasta la propia vida (Los Sims o Second Life). Los creadores tampoco miran mucho hacia atrás: Nacho Vigalondo, director de Los cronocrímenes, así lo asume. «Cuando una superproducción de Hollywood y un corto de arte y ensayo –explica– comparten el soporte digital es que se va hacia la uniformización».

Interactiva

Hasta ahora, la relación entre receptor y autor se basaba en ovaciones al finalizar un concierto o sonrisas en una película, pero la revolución tecnológica los ha acercado a ambos. Y la opinión en una web es sólo el principio: se esperan películas en las que intervenga el espectador o novelas en las que el lector pueda ser protagonista. De momento, el videojuego lleva ventaja: David Cage y su Fahrenheit fue sólo el inicio, y este año aparecerá Heavy Rain, del que se dice que será la fusión definitiva entre cine y videojuego. Lo que se nota, eso es seguro, es la importancia de la comunicación para que la gente se relacione con el arte. La visibilidad deja de depender tanto del formato como de las formas de comunicación entre gente influyente.

Independiente

Autogestión parece ser la palabra: no esperes que tu disco le guste a una multinacional; súbelo a MySpace y, cuando tengas seguidores, llama a la puerta de una discográfica hambrienta. El templo de la imagen moderna, YouTube, también se ofrece como rampa de lanzamiento de artistas: en YouTube Underground los grupos desconocidos pueden ya colgar sus vídeos, y su Project Direct clamaba porque los nuevos Spielberg cuelguen sus cortos. Y ya no sólo los escritores anónimos apuestan por las ciberletras: literatos como Martin Amis o Julian Barnes preguntan a sus editores por qué cobrar tanto por un e-book. O bajan precios, o ellos se embolsan el 70% en vez del 15% actual.

Gratuita

La cosa, más allá de presuntas ilegalidades, o leyes Sinde, tiene algo de rebeldía generacional. Libros como el No logo de Naomi Klein empezaron a poner a la gente contra las grandes corporaciones (aunque, para suerte de Nike o Starbucks, ni zapatillas ni café con leche pueden todavía descargarse por Internet). Productoras de cine, discográficas o editoriales se convirtieron en entidades abstractas a las que, moralmente, incluso está bien visto estafar. Así que la piratería se convirtió en símbolo de libertad. Gracias a ello, también todo el mundo con conexión a la Red pudo acceder a cualquier libro, película o disco.

Ociosa

Gran Hermano ya no es un personaje de Orwell, sino las yoyas de Carlos, lo majo que es Ismael y el polvo de Indhira y Arturo. Los personajes se puerilizaron, la superficialidad se convirtió en virtud y hasta los formatos (literarios, cinematográficos, musicales) se comprimieron para no tener que emplear mucho tiempo en casi nada. En el trono de Sartre o Freud ahora bailan, hasta las cejas de purpurina, Hannah Montana y los Jonas Brothers. Y los que digan que nos invadió la frivolidad yanqui que se acuerden de nuestros Belén Esteban, María Isabel o Raulito.

Espectacular

El vídeo mató a la estrella de la radio, pero el concierto le da ahora de comer. Lo mismo quizá pase, algún día, con los actores o los escritores. Relacionada con la cultura de la experiencia (ya no se regalan flores, sino un pack con casa rural y olor a caca de cabra incluida), triunfó la cultura de lo presente, lo espectacular, lo palpable. Nunca se vendieron más entradas a conciertos ni se estrenaron más musicales. El periodista Diego Manrique, sin embargo, cree que «siempre ha sido así. Hay un pequeño repunte, pero es una tendencia que en el fondo sólo subirá los precios. La gente pagará lo que haga falta por un concierto, pero no por escuchar la música, sino por entrar al palco VIP y darle la mano al artista».

Pesimista

Hace diez años, hasta agoreros amargos (como Michael Houellebecq en Las partículas elementales) fantaseaban con el transhumanismo y con cómo gracias a los avances tecnológicos seríamos más tristes y solitarios, pero también más eternos. Pero diez años de mareas negras, incendios, sudor en verano y escalofríos en invierno (o sea, lo de siempre pero a lo bestia) nos han convencido de que el fin del mundo está cerca. Ni fe, ni ciencia, ni separar la basura nos ahorrarán el disgusto: por eso la literatura apocalíptica (La carretera) ganó premios, las películas agoreras (2012) dinero y, en general, todos nos regodeamos viendo un tenebroso adelanto de lo que vivirán nuestros nietos (o, probablemente, nosotros)...

Narcisista

Cuando creíamos que éramos cada vez más herméticos, impersonales y fríos, descubrimos que nos interesaban más las tragedias propias que los tormentos ajenos. Es el momento del yo: el cine se hizo en primera persona (Monstruoso, REC), se escuchó más a raperos, hip-hoperos e incluso cantautores folk con ganas de llorarse a sí mismos, y hasta los dramas masivos, como los del terrorismo, se contaron de forma introspectiva como en Sábado de Ian McEwan. Pero, sobre todo, fue el consumidor el que optó por fabricar cultura comentándose a sí mismo. Los blogs personales y autobiográficos sobrevivieron o se reinventaron en Twitter. Y hasta el periodismo llegó del propio lector, lo que aportó ventajas (proximidad, inmediatez), pero también inconvenientes, ya que cualquier indocumentado puede tener la misma credibilidad en su blog que un periodista con años de estudio y experiencia.

Portátil

Y si puede ser de Apple, mejor, porque es más bonito. La cultura ya no se asocia a una pantalla de 25 metros, sino a una película enclaustrada en el microscópico visor del móvil. Los 600 (¿o eran más?) discos de los Rolling pueden acompañarnos mientras degustamos la cotidianidad mañanera del metro. Y, muestra de unos avances que casi parecen diabólicos, todas las obras  reunidas de Lope de Vega, Cervantes y Shakespeare ocupan menos espacio comprimidas en un libro digital que un ejemplar en papel de la novela de Ana Rosa Quintana y su negro.

Y, sobre todo, ¿libre?

Los derechos de autor, para muchos, son cosa del siglo pasado: la cultura no sólo se recibe y admira, sino que también debe ser modificable y distribuible, eso sí, siempre que no pretendas llevarte la pasta. El término copyleft, frente al de copyright, no sólo sugiere una antítesis, sino también un juego de palabras simpático: mientras esta última tiene un componente rancio, conservador, derechoso, el copyleft abandera presuntos intentos de socializar y, por ende, izquierdizar la cultura. La pelea acaba de empezar, pero de momento la Wikipedia o el sistema operativo Linux sugieren que, bien resuelto, en lo libre está el futuro.

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