Antonio Meño fallece tras pasar 23 años en coma vegetativo por una negligencia médica

Antonio Meño (en la silla) junto a sus padres a la salida del juzgado.
Antonio Meño (en la silla) junto a sus padres a la salida del juzgado.
J.J.Guillén / EFE
Antonio Meño (en la silla) junto a sus padres a la salida del juzgado.

Antonio Meño, el joven que quedó en coma vegetativo a los 21 años por una negligencia médica tras una intervención quirúrgica y que permaneció acampado 522 días junto a su familia ante el Ministerio de Justicia, murió el pasado domingo domingo 28 de octubre en Madrid a los 44 años de edad.

Según confirmó a 20minutos.es la abogada Julia Puche, fue Juana Ortega, su propia madre, la que notificó su fallecimiento al despacho de Luis Bertelli, el jurista que llevó la recta final del caso y que concluyó, tras 22 años de batalla judicial, con una indemnización de más de un millón de euros.

La resolución, según explicó la madre de Antonio en conversación con este digital, no resarce a la familia y mucho menos hace justicia a su hijo: "Tienen que reconocer que le mataron".

La operación

El caso de este estudiante de Derecho se convirtió en un referente en la lucha contra las "injusticias" judiciales y en un ejemplo de dignidad personal.

Antonio entró a quirófano el 3 de julio de 1989 para hacerse una rinoplastia. El descontento con su aspecto físico pudo con su temor  a las operaciones, por lo que se puso en manos de los especialistas de la Clínica Nuestra Señora de América. El cirujano plástico Miguel Ballester realizaría la operación. Francisco González Martín-Moré le asistiría en la anestesia del paciente. Pero algo salió mal.

Los médicos explicaron a sus padres que se habían dado "complicaciones" durante el proceso. El eufemismo significaba que, según su versión, Antonio había vomitado de manera espontánea durante el proceso. Ello, aseguraron, le impidió respirar e hizo que su cerebro permaneciese sin oxígeno durante un tiempo indeterminado. Cuando el responsable de la operación se dio cuenta, era demasiado tarde. "Mi hijo entró sano y salió en estado vegetal", repetiría Juana Ortega después en innumerables ocasiones.

Del juzgado al campamento en la calle

Las explicaciones no convencieron a la familia. Tras consultar con abogados, los Meño iniciaron una batalla judicial cuyas consecuencias no imaginaron. Cuatro años después de la operación (1993), todo parecía ir bien. El juzgado de Instrucción número 19 de Madrid les reconocía una indemnización de 172 millones de pesetas.

El anestesista, que confesó haber salido del quirófano porque atendía dos operaciones al mismo tiempo, era condenado por quitar el tubo de respiración pese a que Antonio no se había recuperado de la anestesia general. El vómito le obstruyó las vías respiratorias y, como estaba inconsciente, se quedó sin oxígeno.

El condenado, sin embargo, recurrió. Con ello arrancó el calvario legal y personal de los Meño, que empeñaron todos sus recursos y se negaron a darse por vencidos.

En 2000, once años después del día fatídico, el juzgado de Primera Instancia número 11 y la Audiencia de Madrid absolvían al anestesista. En 2008, el Tribunal Supremo rechazó las demandas de la familia y concluyó que no había existido negligencia. En 2009, la misma instancia les condenaba a pagar 400.000 euros en costas por todo el proceso. Su casa de Móstoles les fue embargada —su abogado logró parar el desahucio— y ellos se lanzaron a la calle.

Juana y su marido Antonio se instalaron con su hijo, postrado en cama, en un cobertizo que ellos mismos levantaron en la plaza de Jacinto de Benavente de Madrid, una de las más transitadas. Allí, los carteles de denuncia que pintaron a mano se mezclaban con las casetas de feria, puestos navideños y chiringuitos medievales que autorizaba el Ayuntamiento.

A los pocos días ya se habían convertido en parte del paisaje habitual del barrio. Calor, frío, viento, ruidos, borrachos y hasta la Policía, que de tarde en tarde amenazaba con echarles si no ocultaban sus pancartas, compusieron su día a día. En paralelo, Juana seguía lavando a Antonio para evitar que su piel padeciese llagas e infecciones por permanecer postrado en la cama. Ninguna autoridad regional ni del Estado se interesó por su caso, a pesar de que la puerta del Ministerio de Justicia y la sede de la Comunidad de Madrid se encontraban a pocos metros de su campamento.

Aparece el testigo clave

Antonio y Juana no dejaban de darle vueltas al caso. Entre 2009 y 2010 contactaron con el abogado Luis Bertelli. Alguien les dijo que estaba especializado en casos imposibles, en "sentencias injustas" y casos flagrantes. En Málaga no había tenido reparos en litigar contra los propios jueces. "Estaba desesperada. Nos dijo que si nosotros no nos encargábamos, nadie les ayudaría. Y les hicimos caso", explica a 20minutos.es la abogada Julia Puche, del mismo despacho.

Los esfuerzos de Bertelli se centraron en conseguir por todos los medios que la condena a costas de 400.000 euros dejase de pesar sobre los Meño, declarándola nula. Presentaron una querella contra los jueces de 80 páginas. Sin embargo, el factor que daría la vuelta a la situación vino de fuera.

La suerte (o la conciencia) hizo que el doctor José Ignacio Frade pasase por Jacinto Benavente una noche de febrero de 2010. El médico, especialista plástico, aseguró que había estado en el quirófano donde se operó su hijo 21 años atrás y les preguntó cómo habían llegado a quedarse en la calle. Sin dudarlo, les prometió que declararía a su favor. Lo que contó el anestesista y los jueces habían dado por válido no era la verdad.

El abogado de los Meño consiguió que el Supremo accediese a revisar el caso. La familia, tras 522 días acampada, dejó la calle y regresó a su casa. Frade declaró ante los magistrados que Antonio Meño no se había ahogado al sacarle el tubo de respiración. Aseguró, al contrario, que este se desconectó de la máquina de asistencia y que el anestesista no estaba allí para comprobar que todo iba bien. Cuando el cirujano —ya fallecido— se dio cuenta, Antonio ya había sufrido un daño cerebral irreversible.

La última pelea

El Supremo anuló todas las sentencias anteriores, la pena de costas de 400.000 euros y el embargo de la casa familiar. La Sala de lo Civil estableció que el personal sanitario que estaba el 3 de julio de 1989 en el quirófano de la Clínica Nuestra Señora de América cometió un "fraude  procesal-maquinación fraudulenta" para ocultar lo que realmente pasó. Los padres de Antonio no dejaron de llevarle al Tribunal en camilla. "Lo hacíamos por él. Tenían que verle", explica su madre.

Después de 22 años y dos décadas de castigo físico y psicológico, la Justicia por fin les daba la razón. Luego llegó la negociación "humillante" con las aseguradoras de la clínica, que se negaron a pagar la indemnización de 1,6 millones de euros que reclamaban. Esta cantidad se correspondía con los 172 millones de pesetas establecidos por el juzgado de Instrucción en 1993 más los intereses después de dos décadas.

El 14 de julio de 2011, agotados, Antonio y Juana aceptaban la cantidad de 1.075.000 euros, prácticamente lo mismo que pedían en 1993. "Siento que he vendido a mi hijo, me siento humillada, pero no puedo más", declaraba la madre. Su abogado zanjó que con ese dinero lograban tranquilidad para la familia, pero no una conciencia limpia. Este martes, 48 horas después de morir su hijo, la familia sigue reclamando que el anestesista responsable de la negligencia que mató a su hijo le pida perdón: "Mintió y provocó esto. Tiene que decirlo".

Hoy, nada se sabe de este profesional médico. A preguntas de 20minutos.es, la clínica donde ocurrió todo se niega a hacer declaraciones. El doctor Frade sigue ejerciendo de forma privada como cirujano plástico y rechaza el contacto con los medios de comunicación. Antonio y Juana ya no tienen a su hijo, pero ahora dedicarán su tiempo a ellos mismos y a sus nietos.

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