
Cada vida debería ser única e irrepetible, pero demasiadas se disuelven en el anonimato o en la espuma del mar. Que millones de personas estemos pendientes de la odisea de los niños atrapados en una cueva de Tailandia, eso sí, con wifi, nos humaniza. El drama nos recuerda miedos ancestrales. Y los esfuerzos de todo el mundo por rescatarlos constata que la solución a los problemas del mundo es, en muy buena medida, cuestión de voluntad.
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