Hay hombres de fe que te acercan a la Iglesia católica y otros que te apartan irremediablemente de ella. En América Latina, el arzobispo brasileño Hélder Cámara –cuya causa de beatificación se abrió en 2015– es un buen ejemplo del primer grupo; mientras que el sacerdote mexicano Marcial Maciel –retirado por Benedicto XVI– es un execrable referente del segundo.
El bueno del monseñor salvadoreño Óscar Romero (canonizado por el papa Francisco el pasado 14 de octubre) no optó nunca a entrar ni en una ni en otra categoría. Su trayectoria estaba llamada a ser una más entre la de muchos pastores de la Iglesia que nunca llegan a descubrir ni a combatir la injusticia estructural que sufre su pueblo.
Sabía más el arzobispo Romero de verdades teológicas que de precariedades sociales. Transitaba su inofensivo ministerio por los convulsos años de la sangrienta represión acaecida en El Salvador con él ajeno a los crímenes contra activistas y opositores. Mientras muchos de sus sacerdotes abrazaban la Teología de la Liberación, el erudito Romero seguía al margen de la lucha social del pueblo salvadoreño. Pero el Espíritu o la predestinación –según gustos y creencias– habría de cambiarle la vida.
El asesinato de su amigo el padre Rutilio Grande en 1977 y la inacción del Gobierno para investigarlo tornó su suerte y forjó su leyenda. Es la suya una transformación prodigiosa de implicación social y política ante las injusticias. El símbolo de que ayer u hoy solo hay que mirar si se quiere ver. Inició entonces una denuncia sistemática de los abusos. "Os pido, os ruego, os exijo que dejéis de matar", espetó en su penúltima homilía al estamento político y militar del país.
Horas después moría asesinado por un escuadrón de la muerte mientras celebraba la eucaristía. Fallecía el hombre y nacía el santo más grande de América Latina. ¡Bien hecho, Francisco!
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