ÓSCAR ESQUIVIAS. ESCRITOR
OPINIÓN

Pacheco, algo más que un suegro

Óscar Esquivias.
Óscar Esquivias.
JORGE PARÍS
Óscar Esquivias.

A Francisco Pacheco los historiadores le suelen tratar con condescendencia ("una honrada medianía" le definió Julián Gállego, y todos los juicios suelen tener ese tono). Fue el pintor y policromista más reputado de Sevilla durante el reinado de Felipe III y se le reconoce su valor como teórico de la pintura (su amigo Carducho y él son los mejores tratadistas del siglo XVII); también se alaba su excelencia como maestro de pintores: en su taller se formaron, nada menos, Alonso Cano y Diego Velázquez. Éste último, cuando tenía dieciocho añitos, se convirtió en su yerno al casarse con Juana Pacheco (que tenía quince). Pronto Velázquez se trasladó a Madrid, a la corte del nuevo rey Felipe IV, y con el apoyo de los contactos de Francisco Pacheco hizo la carrera fulgurante que todos conocemos. A partir de ese momento, la fama de Pacheco se eclipsó y pasó a ser "el suegro de Velázquez": este dato es el primero que suele aparecer en los manuales de Historia del Arte. Ciertamente, la obra de Pacheco, en comparación con la de su discípulo, nos parece a menudo envarada y poco imaginativa.

Pero, ¿cuántos artistas pueden compararse con Velázquez?  Para dar luz sobre la figura de Pacheco, el Museo de Bellas Artes de Sevilla ha organizado una gran exposición con el lema "Teórico, artista, maestro" que se inauguró en primavera y se clausura este domingo. Yo la visité hace un par de semanas, en compañía de mi querido amigo el novelista Coradino Vega. Las salas de Pacheco estaban casi vacías: los nutridos grupos de estudiantes y jubilados preferían perderse por otros recintos del museo, atraídos por sus Zurbaranes y Murillos, y Pacheco nos esperaba a los pocos visitantes silenciosos, un punto inquisitivo, tal y como le vemos en el retrato que le pintó el joven Velázquez, con ese rostro serio que surge entre el remolino blanco de la gorguera de lechuguilla (esa era la moda de los tiempos fastuosos de Felipe III), con un gesto algo resignado, como si ya se hubiera acostumbrado a que le consideremos un segundón. Lo cierto es que, según paseaba por esas melancólicas salas, pensaba que los historiadores tienen razón: las obras de Pacheco, en general, resultan demasiado convencionales; cuando uno descubre algo extraordinario en sus cuadros, en seguida sospecha, puede que injustamente, que se debe a la intervención de alguno de sus discípulos. Me imagino a Pacheco en su taller diciendo: "Dieguito, hijo, termíname este San Francisco, déjamelo guapo", o "Alonso, tú que eres tan mañoso, encárgate de esta santa, que corre prisa". Así como las torpezas de Tiziano o el Greco se atribuyen a sus empleados, con Pacheco parece suceder justo lo contrario: sus mejores detalles inmediatamente se los atribuimos a otros.

Pero por esas pinceladas maravillosas, sean suyas o ajenas, merece la pena esta exposición, que se nutre en buena parte de los propios fondos del Museo de Bellas Artes (y es admirable cómo se ha organizado el discurso expositivo para que resulte iluminador y novedoso). Aparte, descubrí una obra de Pacheco que me ha cautivado, cuyo recuerdo me persigue desde entonces. Se trata de una "Santa Justa" que pertenece a una colección privada y no había visto nunca antes. Más que una imagen devocional, parece un retrato burgués, quizá por el marco oval en el que está inscrita, formato menos común en el arte religioso que en el secular. Justa está representada como una jovencilla y parece la criada de una casa que va a la alcoba de su señora a servirle un chocolate, toda despeinada, con moños y mechones al viento, con un gesto humilde y un poco ensimismado, como si estuviera recién levantada y con el calor de las sábanas todavía en el cuerpo.

Es un cuadro lleno de verdad velazqueña. Quizá Diego aprendió las posibilidades de la pintura en esta obrita de su maestro Pacheco, que en un óleo tan humilde se reveló verdaderamente grande.

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