Cuando escribí La edad de la ira no imaginaba cuántos mensajes de adolescentes recibiría. Jóvenes que se sorprenden al reconocer su proceso de búsqueda en las vivencias del protagonista y a quienes verse reflejados en una novela donde se aborda la homosexualidad sin tapujos les ayuda a romper su silencio.
A Marcos, en La edad de la ira, le siguieron Nico en Los nombres del fuego, o Naima y Dylan en #malditos16: adolescentes con quienes intento esbozar un mundo de ficción tan diverso como la realidad que nos rodea. Cuando alguien afirma que los personajes LGTB "han de ser exigidos por la trama", pienso que aún queda mucha homofobia (expresa y latente) por barrer: ¿o alguien diría que "la trama ha de exigir" la heterosexualidad de sus protagonistas? Es obvio que los clichés heteronormativos dificultan el camino hacia la igualdad real, pero la literatura, y su capacidad de hacer visible lo invisible, nos puede ayudar a recorrerlo.
Desde el autor que soy –y el voraz lector adolescente que fui- siento que la literatura juvenil necesita historias complejas, temas incómodos, tramas sin moralina y personajes creíbles, de todo tipo de orientación sexual, que habiten universos que nos cautiven. De la amplitud y la calidad literaria de esos universos depende que nuestros adolescentes –LGTB o no- se reconozcan en ellos y caigan en la cuenta de que todos compartimos una única lucha: la de nuestra propia identidad.
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