MÀXIM HUERTA. PERIODISTA
OPINIÓN

Querida abuela

Màxim Huerta, colaborador del 20minutos.
Màxim Huerta, colaborador del 20minutos.
JORGE PARÍS
Màxim Huerta, colaborador del 20minutos.

A los ocho años era adicto al chocolate caliente de mi abuela Irene. Vivía en una casa del centro de Utiel y sobrevivíamos a ese tiempo del blanco y negro que había dejado una larga dictadura. Por eso desayunaba fuerte, comía fuerte y merendaba fuerte. Por si acaso. Porque mi abuela decía que había que comer, que no me dejara nada por si llegaba una guerra. Por eso siempre hacía conservas y salaba jamones en el desván. Tenía el pelo recogido en un moño sujeto con horquillas, llevaba el luto por el abuelo y siempre olía a colonia.

Irene era prudente, sensata, creativa y una impecable cocinera. Cuando no tenía patatas asándose en el brasero para aprovechar el fuego, hervía en la cocina huevos para hacerlos rellenos o se ponía a picar almendra para preparar el mazapán.

La Navidad engorda su recuerdo como yo engordaba con sus dulces, sus mantecados y sus bizcochos de pasas y nueces. Es el tiempo. Si hoy pudiera pasarme por su cocina para volverle a preguntar "qué haces", aprendería la forma de aprovechar todo, sus maneras y su calma frente al fuego. Y, sobre todo, no me quejaría del color de la paella, ni de las albóndigas o del embutido de la matanza. Aquellos sabores no han vuelto. La nostalgia es eso, una máquina del tiempo que te coloca otra vez en el mismo lugar. La puedo ver atándose el delantal, pidiéndome que probara el sabor del caldo caliente -"abuela, ¡quema!"- o ignorando que le abría los botes de cabello de ángel a escondidas.

La abuela Irene era hogar. Ponía los mismos adornos con el mismo mimo, me compraba un pijama y me daba los aguinaldos por estas fechas. Luego nos íbamos a misa, me pegaba a ella porque aquel templo siempre estaba frío y me reía cuando cantaba en agudo. Después la besaba reconociendo su aroma a maderas de oriente y pellizcaba el mazapán que ya estaba enfriándose en su horno.

Ahora, con los años y las ausencias, se me humedecen los ojos todavía al imaginarla y me paralizo al escribir. Uno no se acostumbra a algunos vacíos. Puedo construir con total precisión su forma de andar, la manera en la que distribuía los cubiertos, cómo respondía al teléfono o su beso de buenas noches. Puedo verla frente al balcón haciendo ganchillo como si fuera el yoga de su tiempo con el que aceleraba los dedos y calmaba el corazón. Hubo tragedias, emociones y mentiras, hubo pobreza, alegrías y palabras. Hubo de todo, como lo hay en la mayoría de las casas. Pero yo os hablo de la mía. Ella supo respirar hondo y cocinar unas veces dulce, otras salado.

Tal día como hoy hacía provisión de dulces y repartía las participaciones de lotería de la patrona entre hijos y nietos "por si nos toca, que nos toque a todos". La puedo escuchar con su medio tacón llegando por el pasillo: "¡Maxiiii, adivina qué he hecho de comer!".

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