En las últimas semanas pudo verse en Madrid, en la Galería Nicolás Cortés, (y, como mandan los tiempos, online), una exposición pequeña pero exquisita titulada La evolución de la retratística y la moda desde el s. XV al XX; varias muestras en los últimos años han establecido un diálogo entre la moda, en particular la Alta Costura, y el arte: pienso en Sorolla y la moda, una colaboración entre el Museo Thyssen-Bornemisza y el Museo Sorolla, o en Vogue Like a Painting, también del Thyssen, todas ellas con un gran éxito de público.

Arte, moda y cultura, en el más amplio sentido de la palabra, se complementan entre sí: el arte absorbe, explica, procesa e interpreta la cultura que es, a su vez, un reflejo de la sociedad. La moda la exhibe de una manera más inmediata, más clara. Ambas permiten expresar una personalidad diferente, las dos marcan el poder económico, el estatus y el buen gusto o su ausencia. sin embargo, no mantienen una relación equilibrada:

Mientras la moda abraza el arte de buena gana (recuerden esos diseños de Saint Laurent en 1965, basados en los trazos geométricos de Mondrian, o los pliegues arquitectónicos de Issey Miyake) el arte se ha resistido a devolver el cumplido: no, dicen gran parte de los teóricos, técnica y belleza no justifican que algo sea arte. Ni el postmodernismo ni la icónica exposición de 1983 en el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York han logrado zanjar esa discusión.

Cuando presencio esas exposiciones el salto entre ambas formas artísticas no me parece tan insalvable. Al arte, como a la literatura o la música clásica, se puede llegar por caminos laterales, por lo ya conocido y aceptado. Por la flexibilidad, por lo agradable, lo cercano. Por el contexto y la divulgación. Percibo un excesivo afán de pureza en estos tiempos híbridos, la necesidad de que nos definan qué es lo correcto, una defensa rígida de la alta cultura convencional. Y temo que sea eso, paradójicamente, lo que pueda acabar con ella.