Esta Navidad de seis semanas que acabamos de vivir no solo nos ha dejado empachados de mazapanes, turrones y pestiños de miel que intentaremos quemar antes de que suenen los tambores primaverales. También nos ha dejado una epidemia de políticos hiperventilados dispuestos a advertirnos de los terribles males que sufriremos, siempre por culpa de los otros, sean quienes sean esos otros. Qué cansancio de investidura entre insultos, polvorones y cabalgatas.
Que haya por fin gobierno no va a cambiar nada en esta España polarizada y crispada por culpa de una enfermedad que se extiende a través de los grupos de whatsapp y las redes sociales, autopistas para el tremendismo más zafio. Nuestra clase política, salvo casos excepcionales, se abona al trazo grueso entre denuncias de apocalipsis exprés, guerracivilismo, golpes de estado y ridículos avistamientos de fachas y rojos que nos retrotraen a tiempos que siempre fueron mucho peores.
Como sigamos practicando esta suerte de bulocracia y desmemoria donde vale todo para aniquilar al adversario político, la confianza en nuestras instituciones se va a ir por donde ha venido dejando el espacio libre a toda suerte de populismos. Quizás por eso, en un ejercicio de ingenuidad, sigo pensando que lo que nos sigue haciendo falta es algo tan subversivo y revolucionario como la mesura y sobre todo, algo que se ha desterrado de la escena política por razones que desconozco: la búsqueda honesta de espacios de encuentro entre los grandes partidos que nos ahorren espectáculos tan broncos y tabernarios como los que estamos viviendo. Ya lo hicimos en la Transición. ¿Por qué ahora no podemos volver a hacerlo?
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