Estos días ciertos políticos españoles, secundados por algunos ciudadanos de a pie, aparecen enfrascados en el debate más absurdo que cabe imaginarse en momentos tan confusos. La cuestión ha surgido a la vista de la comprensible razón que ha empujado a los cubanos a salir a las calles a protestar contra el régimen político que gobierna en la isla desde hace más de sesenta años ininterrumpidos.
La duda, en mi opinión absurda porque cuesta creerlo todavía, que se ha planteado es si Cuba es una dictadura. Hay quien lo pregunta y, lo que son la ceguera y las obnubilaciones mentales, quienes responden que no. Y se quedan tan panchos. Naturalmente es lo que sostienen los gobernantes en La Habana: ningún dictador, de tantos como quedan por el mundo, reconoce que su autoritarismo implacable es una dictadura.
Franco, sin ir más lejos, lo negaba mientras lo ejercía: sus ideólogos definían al régimen como democracia orgánica y sus guardianes de gris actuaban a estacazo limpio, cárcel y pelotones de ejecución. Por eso muchos nos preguntamos, ¿cómo se puede dudar sobre si Cuba es una dictadura? Seis décadas de régimen único y familiar, falta total de libertades, represión sin piedad para los discrepantes, economía estatizada y recurso al garrote y tente tieso, ¿no son suficientes muestras?
¿Qué más hace falta para sufrir una dictadura, feroz como todas, y además, con vocación inequívoca de perpetuarse en paralelo con la miseria de los habitantes? ¿Cómo puede sorprender que un pueblo oprimido y encerrado estalle y salga a la calle a exigir lo mínimo que ansiamos tener todos: comida, respeto humano y libertad?
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