Pandillas a destajo

Unos pandilleros zapatean a un hombre al mar, desde A Palloza hasta el muelle».
«Le parte una barra de hierro en la cabeza a un jefe rival», o «Le rompen el tabique nasal por mirarlos mal». Recupero titulares de prensa de mi memoria adolescente, en los primeros 70, cuando A Coruña atesoraba un registro de bandas que envidiarían en el mismo Bronx del emperador Bouza, el ferrolano que metió en cintura a los alevines de la Naranja Mecánica.

Cada barrio con glamour disponía de pandilla (más de 15), siempre prestas a un cuerpo a cuerpo en las pistas de coches de choque de los jardines o la fábrica de tabacos. Desconozco su nivel organizativo, pero recuerdo que eran pandillas rigurosamente uniformadas, todas igual: pantalón negro de campana y suéter negro de pico.

Sólo se distinguían por el color de las dos listas que circundaban el cuello y uno de los antebrazos: rojas, los Diablos Rojos (A Gaiteira); amarillas, los Dinamitas (Os Mallos), y de su color los de Corea, Katanga, Japón o Elviña. Los medios se alarman, pero los alevines de Latin Kings y Ñetas llegan treinta años tarde a la ciudad.

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