Mucho antes de que un ejército cruce una linde, antes de que la primera piedra sea arrojada o que se abata a la persona que se convertirá en el símbolo patrio, antes de que cualquier síntoma visible se extienda al cuerpo social, la guerra, cualquier guerra, se ha decidido ya. No como existe la tendencia de narrarlo en las hagiografías de quienes las ganaron o las iniciaron, como una sibilina y astuta maniobra, sino como una serie de chapuzas previas, de descuidos o de golpes asestados al azar.

Las teorías conspiratorias, que se han extendido como la mala hierba, ofrecen junto a sus delirios el consuelo de que hay alguien, algo, una maquiavélica mente perversa, que tiene todo pensado: ojalá, dentro del horror, fuera así.

La historia bélica humana está manchada por la hipocresía de aquellos que se enriquecen a costa de la miseria y la sangre de otros y salpicada por quienes, sin más mérito que su genealogía, su riqueza o unos votos decididos mucho antes de que esa situación estallara, se empeñan en mantener su posición o sus ideas. Es no solo el compendio de un fracaso, sino la crónica de la ineficiencia, la mediocridad y el desprecio por la vida humana. Muestra la cobardía de quienes jalean desde lejos, adulan en la cercanía y desvían con retórica la atención de los problemas reales en lugar de enfrentarlos.

Resulta crucial comprender que estos procesos destructivos son, lamentablemente, imparables. La sensación de impotencia puede abrumarnos, y más frente a la consoladora creencia individualista de que somos escuchados, de que importamos. No: a quienes deciden no les importamos nada. Pero en medio de esta desesperanza, hagan lo que puedan. Cada pequeño acto de resistencia, cada voz que se alza en favor de la paz tiene sentido por sí misma, incluso como un mero consuelo, como una forma de calmar la conciencia. El resto de los dados ya se han arrojado.