OPINIÓN

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Estudiante en una biblioteca DIPUTACIÓN DE ALBACETE (Foto de ARCHIVO) 29/4/2020
Un joven en una biblioteca
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Estudiante en una biblioteca DIPUTACIÓN DE ALBACETE (Foto de ARCHIVO) 29/4/2020

Del interés renovado y urgente que la historia despierta en el público general en los últimos años –no muchos, cinco, siete a lo sumo– dan fe no tanto los ensayos sobre el tema ni las novelas históricas, que se encuentran entre los tres temas más requeridos en la ficción, sino los encendidos debates en redes sociales, el contenido que se ha generado en estas y en otros formatos, como los pódcast, y la presencia de varios programas en la televisión nacional que se ocupan de esta disciplina al mismo tiempo.

Lastrados con el inevitable toque humorístico –completamente innecesario: la historia no es aburrida, no es necesario aliñarla para aumentar su palatabilidad– algunos de ellos muestran un rigor loable, y otros descarrilan hacia las creencias populares y hacia la tradición ya superada. Por supuesto, todos tenemos una opinión personal de los hechos históricos: la que nos enseñó don Humberto en el cole, la que se ha contado en casa, la que nos transmitió el único libro que leímos sobre el tema o la que nos ha mostrado la última serie que hemos devorado. Pero superponerla y compararla con las visiones profesionales, las que nacen de una investigación seria o de un departamento dedicado a su estudio resulta, como mínimo, irrespetuoso. Cierto que lo mismo está ocurriendo con otros temas a los que se presuponía mayor objetividad. El cuestionamiento gratuito se ha convertido en una epidemia sin solución.

La insistencia de numerosos novelistas acerca de que con sus obras se aprende historia nos hace flaco favor a quienes aclaramos que en todo caso los hechos que narramos hay que contrastarlos

Parte del problema surge de la profunda incomprensión que arrastramos respecto a lo documental y la ficción. La insistencia de numerosos novelistas acerca de que con sus obras se aprende historia nos hace flaco favor a quienes aclaramos que en todo caso los hechos que narramos hay que contrastarlos. Es más fácil, más rentable, mezclar todo: más divertido. De la ética, del daño producido, al que lo ideológico no resulta ajeno, ya hablamos otro día.

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