Cuando la cuesta de enero sirve de triste recordatorio de que tras todo Carnaval se avecina una Cuaresma, en mitad de la tentación constante que ejercen las ofertas de las rebajas, llega a las Naves del Español en Matadero Las locuras del veraneo, una obra de Goldoni que el director Eduardo Vasco ha reubicado en unos años 20 rebosantes de ligereza y de promesas de la luz de la Toscana. Con Goldoni, un clásico cuyas representaciones escasean últimamente hasta la anemia, el final feliz está asegurado: sus protagonistas enredan y resuelven sus intrigas a una endiablada velocidad, y el espectador se contagia, lo quiera o no, de esa alegría de vivir, del caos en el que se suman los personajes por sus malas decisiones.

En esta comedia caballeros y damiselas, parásitos y criados obedecen a una ley no escrita: no importan las estrecheces posteriores ni el endeudamiento que conlleve, el veraneo en el lugar adecuado, con las diversiones y el gasto que conllevan, ni se cuestiona ni se evita. Los bonitos vestidos (el vestuario corre a cargo de Lorenzo Caprile, que envuelve a las actrices en plumas, organzas y rasos) se encargan a crédito, los candelabros de plata se piden prestados, el café se fía y todo habla de un entorno en el que las apariencias han ganado la partida y ni siquiera se siente vergüenza por lo que se sacrifica al mantenerlas.

Cuanto mayor es la pobreza de una sociedad, más se aferra a los espejismos que desmienten esa decadencia: el hidalgo que salía de casa con la tripa vacía y un mondadientes y las amigas de Doña Rosita la soltera que pedían sillas de paseo en lugar de huevo en el almuerzo confunden la dignidad con el postureo, la clase con la inercia. Es una lástima que hayamos relegado a Goldoni. Los tragos amargos se pasan mejor con azúcar, los espejos se toleran mejor si la luz no es demasiado despiadada.