Ha erupcionado el tan observado y esperado volcán de Grindavik, en Islandia, en una noche rasgada por el magma y la lava, y pese a las espectaculares imágenes flota un aire de hartazgo en las informaciones que lo cubren, como si fuera ese pariente inoportuno que ríe los chistes un poco tarde, que repite el brindis que ya se hizo tres minutos antes y que llega tarde a todo: a la cena, al último modelo de móvil, a la notificación de divorcio. La realidad es la que es, y cala y se asume de una manera determinada, propia y lenta, pero la forma en la que se cuenta pide paso de manera acuciante, se soba con rapidez, se desvanece cuando aún no ha acabado de formularse.

Constatamos de qué manera pasa nuestra atención de una cosa a otra cuando en estos días se recopila con excusas varias lo ocurrido desde enero: las noticias emergen entonces comprimidas, olvidadas en muchos casos, deformadas o situadas mal en el tiempo. Solo sobreviven aquellas que se repiten día tras día, esponjadas por consignas políticas, salpimentadas por columnas y declaraciones que alimentan el fuego sobre el que hierven. Las noticias del año se imponen por extravagantes o por voluntad de unos pocos. Lo que es importante puede pactarse, o matizarse, como las fotografías con ciertos filtros, o inventarse desde cero. Se llaman bulos, pero funcionan igual.

¿Es relevante que un volcán estalle o solo lo parece si puede distraer la atención de un escándalo o de un error determinado? ¿Tiene algún sentido que hablemos de educación si cada dato será zarandeado para que encaje en una declaración triunfal, en una acusación oportuna? ¿Sirve de algo una crítica en un mundo en el que todos nos mostramos dispuestos a quejarnos, pero donde negamos la posibilidad de habernos equivocado o de mejorar, incluso? Qué tiempos estos en los que un volcán debe derramarse cuando haya un hueco para contarlo...