Nos trae el Museo del Prado una exposición fascinante, muy representativa de cómo entendemos los autores el mundo contemporáneo, como una sucesión de ideas ya contadas que admiten un cambio de mirada: veremos aquello que no estaba pensado para que se mostrara, o reservado solo a unos pocos. Bastidores, traseras y caras B, rastros o bosquejos obligan a que lo oculto sea visible, y enriquecen, como siempre lo hacen otras visiones, nuestra experiencia artística, nuestra percepción de lo establecido.
Si desearan incluir entre esos cuadros La Venus del espejo, que Velázquez dotó con cuerpo regio y rostro difuso, veríamos las cicatrices de un lienzo al que han atacado sufragistas (el primer ataque lo llevó a cabo Mary Richardson, en 1914, como cuento en mi último libro) y activistas climáticos: personas con una causa admirable que se desvirtúa con un vandalismo tan absurdo como vistoso, tan equivocado como fácil de realizar.
No es la primera vez que hablo de estas agresiones al patrimonio artístico, pero sí será la última: en lo sucesivo, no existirán para mí más que en conversaciones privadas. Ni una letra ni una mirada ni una queja amarga. La repetición de estos actos nos indica que logran su intención, una visibilidad que se consigue con poca pena y mucho escándalo, enorme repercusión mediática, gran gasto en restauración y escasas consecuencias reales.
Entramos en el juego con buena intención, pero el juego está durando demasiado, y ya son varias las obras dañadas (sí, incluidos sus valiosos marcos) y cero los cambios conseguidos.
Llamemos a las cosas por su nombre: no es valor, sino narcisismo; no es una idea, sino la mera ignorancia lo que envuelve estos ataques. Por lo tanto, que busquen otros medios, que griten en otros lugares aquello que muchos compartiremos si no está empañado por martillos, puñaladas o grafitis. Que sí, que ya les hemos visto.
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