Hace años, en lo que ahora parece otro mundo, recibí una carta de un lector de mis columnas. Escribía entonces en varios medios de manera semanal, y aunque existía una versión digital de casi todos, los periódicos contaban con un peso que entonces nos parecía imbatible, tan ingenuos éramos. Uno de esos ejemplares llegó a una biblioteca, donde un lector lo abrió, pasó las páginas, leyó en silencio la columna y me escribió una de las notas más conmovedoras que nunca haya recibido: hablaba yo, como hoy, de las bibliotecas públicas, de lo mucho que les debían. Tal vez, como ayer, teníamos cerca su Día.

Ese lector era una persona sin techo, pasaba largas horas allí, leyendo; buscaba ofertas de trabajo, contaba con internet, con un entorno seguro por unas horas, y me alertaba de qué estaba ocurriendo con muchas de ellas, de su cierre, de la manera insidiosa en la que se les privaba de dotación, de comodidades, cómo expulsaban así a lectores y a ellos, los más vulnerables. Aún no asomaba la oreja la Gran Recesión, pero los recortes devoraban poco a poco los bancos urbanos, las fuentes, las bibliotecas, los servicios de limpieza.

Luego llegó lo que llegó, el fin de un mundo y el inicio de otro en el que nos hemos acostumbrado a lo imposible y solo recordamos lo que interesa a nivel político. Pero no he olvidado aquella carta. Me viene a la mente aquel lector casi a diario, me alerta de la apacible comodidad en la que interpretaba yo la vida, del toque dulzón con el que contemplaba las bibliotecas, como hacemos casi todos los escritores: como nuestro refugio cuando la novedad del libro ha caducado, como espacio de encuentro con lectores, como un paraíso borgiano y un respiro a la presión cotidiana. Siempre creí que para mí las bibliotecas resultaban refugios imprescindibles. No sabía, antes de esa carta, lo real que esa frase hecha resultaba para muchos lectores.