Hace unos días mataron a José Luis Perales: antes de ayer, a Rosa Montero. Por suerte, ambos son resistentes, amados y correosos, y sobrevivieron a la broma de mal gusto, más extendida la primera que la segunda, que una cuenta falsa en redes sociales consideró tronchante, imprescindible, digna de repetición.
Hace tiempo que el buen o mal tono de un comentario o una broma pasó a considerarse un matiz anticuado: la rentabilidad de una noticia, medida en monetización o en su visibilidad, ha despreciado el origen o la valided de la misma, ha invertido el orden en el que leemos los datos relevantes. Se desmiente en su última línea lo afirmado en el titular, se lanza un anzuelo con cebo falso y se convierte la información en ficción. No aparecen fuentes, sino testimonios. La opinión se filtra a los hechos, y los convierte en una pulpa digerida, instantánea.
Los autores de novelas, un oficio poco deseable pero muy deseado, entre otros, por los mismos que teclean con saña los tuits virales o las noticias falseadas, observamos con cierto recelo como una y otra vez el límite de lo creíble se desplaza: la realidad siempre ha resultado increíble, es cierto. Pero ahora lo cierto solo posee la credibilidad de que es real, y no siempre. Las tramas vitales en las que nos envuelven las noticias, la actualidad y nuestros intereses impiden que bajemos la guardia, y convierten las novelas en todo lo contrario a la fantasía: ejercicios de autoficción, confesiones, testimonios que intentan imitar lo real, o que incluso lo narran fielmente, pero que carecen del impacto que causa la cacareada declaración de un impresentable, o el último suceso de sangre y vísceras. Los escritores no sabemos ya qué inventar en un momento en el que todos y todo se inventa, se narra y se analiza. Quizás sea el tiempo de los filósofos, o de los apacibles, reflexivos, pacientes escritores de necrológicas auténticas.
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