El salvaje calor que atraviesa los días y las noches de julio siempre trae muertes: las violentas que nacen de la agresividad contagiada y contagiosa en unos tiempos cada vez más broncos, y las de la guadaña al rojo de la muerte esperada, la que se lleva a los más débiles, a nombres que a veces se recuerdan tarde, cuando regresamos de las vacaciones o a la ciudad.

Milan Kundera ha sido una de esas pérdidas, 94 años de voz y de letras. Una voz que acallaron en 1968 –en la Primavera de Praga–, cuando otras gritaban libres por primera vez. Y unas letras que buscaban, como el agua o la luz, un escape por los resquicios que encontraran. Fue checo, pero devino en francés, la lengua en la que publicó su obra desde los 70. Profesor de cine, pero descontento constante de las adaptaciones de sus obras, y una mención constante y segura de quienes no leen, pero quieren que otros crean que leen.

Kundera fue, durante años, la referencia exótica pero no demasiado; culta, pero no tanto como para no sonar edición tras edición para los Nobel; popular, pero no tanto como para que levantaran una ceja los que marcan el canon literario. Menos leído que comprado, y aún menos entendido que leído, era el último superviviente de la tríada de improbables bestsellers que componía con Gunther Grass y Umberto Eco, aquellos que despertaron la esperanza entre autores más jóvenes de que éxito y calidad pudieran avanzar, de nuevo, de la mano. 

Muere Milan Kundera, novelista autor de 'La insoportable levedad del ser', a los 94 años

Quedan otros, desde luego, Patrick Süskind, un puñado de españoles que han renovado las estanterías y las temáticas. Los que hoy le loan y desempolvan La insoportable levedad del ser harían bien en recordar una de sus frases de El arte de la novela: "No me siento ligado a nada salvo a la desprestigiada herencia de Cervantes". Sería un buen homenaje el que honráramos al autor leyendo aquel del que se reconocía deudor: pero ah, para eso hace demasiado calor, demasiado esfuerzo...