Mario Garcés Jurista y escritor
OPINIÓN

Las vírgenes suicidas o por qué mueren los ruiseñores

Sanitarios en el lugar del suceso.
Sanitarios en el lugar donde Anastasia y Alejandra se precipitaron al vacío en Oviedo.
Europa Press
Sanitarios en el lugar del suceso.

"Está claro, doctor, que usted nunca ha sido una niña de trece años", dijo. Era el año 1993 y la novela Las vírgenes suicidas de Jeffrey Eugenides sacudió las conciencias atrofiadas de la sociedad occidental, una combinación aberrante, sana y grosera de maximalismo y frustración. 

El libro desvelaba que había misterios insondables, realidades incomprensibles que nos debían obligar a pensar en lo que no queríamos pensar. El misterio de cinco niñas adolescentes, las Lisbon, que deciden poner fin a sus vidas. "Habían intentado comunicarse con nosotros, habían tratado de que las ayudásemos, pero nosotros habíamos estado demasiado embobados para escucharlas. Estábamos tan absortos vigilándolas que éramos incapaces de notar nada excepto que cuando las mirábamos nos miraban". Ojos que no saben mirar.

Hace unos días fueron dos gemelas de doce años, Anastasia y Alejandra, en Oviedo. Unas semanas antes, otras dos gemelas de la misma edad en Sallent. Vírgenes suicidas de España, mujeres disfrazadas de niñas, celosas de sus angustias y enfebrecidas de sus sufrimientos. Cuando el padre de las hermanas Lisbon es interpelado por la muerte de sus hijas, solo acierta a responder: "Esto es lo más espantoso, que no lo sé. Cuando no están contigo, son diferentes. Los hijos son así". Porque ese es el gran enigma de la automuerte de un adolescente y es la gran paradoja de la angustia de los que lo sobreviven. Podría ser un deseo irrefrenable de poner fin a una vida irremediable, de acabar definitivamente con una pulsión emocional asfixiante, del hastío temporal de vivir, de un acoso insoportable. ‘Podría ser’ es verbo condicional.

Sin embargo, la muerte es irremediable y esa conversación sobre las causas de la sinrazón ya no tendrá lugar. Ya no están los ruiseñores. Porque los ruiseñores, cuando aprenden a volar, no son conscientes de que la vida es larga y que la desgracia no se ha de dilatar hasta el infinito. Los ruiseñores no son más que dueños de un tiempo efímero en el que la infelicidad puede ser extrema. La obligación de los adultos es enseñar que, cuando se aprende a volar, hay tormentas de las que hay que protegerse y horizontes en los que la vida brilla, más allá del presente. Y, para ello, los adultos hemos de aprender a observar los indicios, antes de que lo inexorable sea una realidad. El abatimiento, la palidez, la inexpresividad, la soledad, el insomnio, el miedo a los demás. Los ruiseñores a menudo no saben hablar, ni quieren ni pueden, y pueden explotar en pleno vuelo repentinamente. "Creíamos que si las mirábamos mucho acabaríamos entendiendo qué sentían y quiénes eran". No basta con mirar mucho, sino con saber mirar. Y no es sencillo.

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