Carmelo Encinas Asesor editorial de '20minutos'
OPINIÓN

El último aliento amazónico

Vista aérea de la selva amazónica y el río Amazonas, a su paso por Brasil.
Vista aérea de la selva amazónica y el río Amazonas, a su paso por Brasil.
Neil Palmer / WIKIPEDIA
Vista aérea de la selva amazónica y el río Amazonas, a su paso por Brasil.

Solo quedaban seis. Solo seis supervivientes de toda una etnia con su cultura, su organización jerárquica y su universo espiritual. Vivieron en paz y en comunión con la naturaleza que habitaban y respetaban hasta que la codicia decidió exterminarlos. Se les conocía como los Akuntsú y su patria era un pedazo del corazón del Amazonas en el estado brasileño de Rondonia. Corazón roto a cachos por las buldócer que los terratenientes enviaban para arrasar la selva y sus hogares a los que prendían fuego. Daba igual que hubiera niños, mujeres o ancianos, los cazaban a tiros como si fueran alimañas y les ponían trampas con comida envenenada. Su genocidio empezó en los años 60 y 70, cuando la presión de los poderosos hacenderos condujo al Gobierno de Brasil a abrir Rondonia a los proyectos de colonización con la pretensión de tornar los grandes espacios selváticos en pastizales para el ganado o los cultivos de soja.

Cuando en el año 2003 tuve la oportunidad de conocer a esa media docena de supervivientes Akuntsú, Lula da Silva llevaba solo unos meses en la Presidencia de Brasil. Su compromiso entonces era frenar la devastación de la selva amazónica y amparar a las comunidades indígenas que lo habitaban. No lo consiguió del todo, a pesar de los esfuerzos de la Funai, el órgano de gobierno encargado de preservar sus territorios, el acoso se mantuvo latente. Prueba de ello fue que la propia policía de Rondonia recomendó al equipo de televisión que dirigía el naturalista Luis Miguel Domínguez y en el que yo iba empotrado que abandonáramos rápidamente la zona antes de que los pistoleros ruralistas acabaran con nosotros por hurgar en sus crímenes y hacer demasiadas preguntas.

El daño causado durante el mandato del líder ultra es prácticamente irreversible

Han pasado casi dos décadas de aquello, un tiempo en el que los depredadores del llamado agronegocio no pararon hasta conseguir poner a un títere al frente del Gobierno brasileño. El elegido fue Jair Bolsonaro, tutelado por su ministra de Agricultura, Tereza Cristina da Costa, que representaba con descaro al lobby de los terratenientes en el Congreso Nacional. Bolsonaro declaró entonces que las reservas protegidas eran un obstáculo para el progreso económico y aceleró la devastación de la selva, desatando la alarma de toda la comunidad internacional.

Brasil acoge el 60% de la Amazonia, la tercera parte de los árboles del planeta y un 20% del agua dulce. Su preservación resulta esencial para frenar el calentamiento globala pesar de lo cual nadie ha conseguido que los intereses espurios de los hacenderos se sometan a los del conjunto de la humanidad.

La vuelta de Lula da Silva a la Presidencia del país proyecta la esperanza de que aún pueda salvarse ese gigantesco espacio natural del que tanto dependemos. El retorno al Ministerio de Medio Ambiente de la veterana política ecologista Marina Silva, que ya dirigió ese departamento en dos ocasiones, es observado como un buen augurio en los ámbitos científicos internacionales que alertan sobre las consecuencias de la devastación de aquellos espacios naturales. Su compromiso públicamente expresado es liderar la lucha contra la emergencia climática e incluso reconstruir lo arrasado por Bolsonaro y sus depredadores amigos. Esto último ya no será fácil que lo consiga. El daño causado durante el mandato del líder ultra es prácticamente irreversible. Nadie puede recuperar la selva perdida ni tampoco a esos indefensos Akuntsú a quienes robaron su hábitat, sus casas y sus vidas. Que su último aliento de denuncia sirva, al menos, para salvar lo que queda de la Amazonia. 

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