Tengo un amigo que es profesor universitario experto en inteligencia artificial. El otro día comimos juntos y aproveché para preguntarle por el famoso ChatGPT, una revolucionaria aplicación que lo mismo te hace –y aprueba– en segundos el examen de Selectividad que escribe un cuento para nuestros hijos o programa un virus informático. Me confirmó lo que ya me temía, hemos perdido la guerra contra las máquinas y entramos definitivamente en esa era de los robots con la que tanto fantaseó la ciencia ficción. En pocos años el avance será exponencial. Las máquinas decidirán por nosotros o nos influirán para que decidamos lo que sus algoritmos consideren más rentable. Pero no serán inteligentes pues son incapaces de razonar. Ni tampoco de justificar sus decisiones.
La conversación fluía animada hasta que le hice la pregunta del millón: ¿Gracias a estas nuevas tecnologías trabajaremos menos? «Seremos más eficientes», me aseguró. «Haremos más cosas en menos tiempo, de más calidad e interés», remarcó.
Mi visión es más pesimista. Las personas haremos lo que los robots no pueden hacer. Nos hemos convertido en complementos humanos de las máquinas, y ello ha supuesto aceptar sus reglas y ritmos, sus prisas, su eficiencia, su verdad, su deshumanización. Tendremos más tiempo libre, se supone, pero lo invertiremos, ya lo estamos haciendo, en consumir ocio con la misma celeridad y eficiencia con la que ahora trabajamos, compulsivamente.
Que piensen otros por nosotros. Que lo haga la inteligencia artificial. Hemos puesto fin a las esperas, a los tiempos muertos, a la reflexión y a algo tan fundamental para cultivar la creatividad como es el aburrimiento. ¿El cambio nos hará más felices? Tengo serias dudas.
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