OPINIÓN

La ilusión es revolucionaria

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en la celebración de la Constitución Española en el Congreso de los Diputados.
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en la celebración de la Constitución Española en el Congreso de los Diputados.
EFE
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en la celebración de la Constitución Española en el Congreso de los Diputados.

2023 empieza como un año convulso para la democracia a nivel global. Hace una semana, manifestantes ultraderechistas asediaban las sedes de los tres poderes de la mayor economía latinoamericana, en rebeldía por los resultados de una elecciones limpias y garantistas. Brasil se convertía en esa peli que causó furor al estrenarse en el cine, pero ahora ponen repetida en la tele a la hora de la siesta. Una tragedia serie B al estilo del episodio del Capitolio de Washington, recuperada dos años después como farsa y continuación del autogolpe fallido en Perú, en una preocupante cartelera de agitación política.

En España, hay días en los que incendiarios de platós y timelines pretenden hacernos creer que somos los siguientes. Y es que las hipérboles infinitas y consignas exaltadas que podemos leer últimamente no solo buscan reclamar nuestra atención; obedecen a una estrategia resumida en una palabra -polarización- que, de tantas veces escuchada, se ha visto reducida a un significante vacío. 

Nace de la política de trinchera, escenificada en graves salidas de tono en sede parlamentaria, y, aupada por la crispación mediática, cristaliza en su manifestación más pura y peligrosa: la polarización afectiva, la que contamina la conversación en la cola del súper o el grupo de WhatsApp con tus amigos. Esa es en la que se apoyan los populismos de derecha radical, como en Brasil, para ocupar el poder.

Vivimos sumergidos en el asedio constante: "golpe de Estado", "traición a la Constitución", "ataque a la democracia". Es una tensión insoportable que nos desconecta del día a día para hacernos creer que el que piensa (y vota) diferente quiere destruirnos, obstruyendo una normalidad necesaria para la convivencia. Además, al tremendismo interesado se le une una deriva derrotista que nos sitúa, desde la dialéctica hostil, en un plano puramente defensivo: ya no hablamos de conquistar, conseguir o construir, sino de conservar y proteger, de blindar lo existente. Impera el miedo y el resentimiento.

Solo así se entiende que tan solo el 79% de los españoles defendían a finales de 2021 la democracia como el mejor sistema político, de acuerdo con datos del CIS. Son siete puntos menos que en 2018 y una bajada de diez en comparación con los datos de hace 20 años. Entre los jóvenes de 18 a 24 años, la confianza se hunde al 70%: es la más baja de la serie histórica y quince puntos menor que la expresada por la franja de edad de 55 a 64 años.

Aventurarse a interpretar estos datos es arriesgado. Sin embargo, parece acertado apuntar a que ya van (al menos) dos generaciones de españoles nacidos en la incertidumbre y la futurofobia (tomando prestado el título del último libro de Héctor García Barnés), que perciben la política institucional como alejada de sus problemas reales. Tener que elegir entre un trabajo precario o emigrar, entre compartir piso hasta los 35 o desplazarse 45 minutos para ir a la Universidad, o el hecho de ver imposible formar una familia son causas obvias de desafección.

Tal vez, un objetivo como sociedad deba ser recuperar el discurso ilusionante y construir una democracia más cercana, que cada uno de nosotros la sienta como propia y, por tanto, como algo que proteger. En el caso de las personas jóvenes, eso pasa por centrar esfuerzos en políticas públicas que ofrezcan soluciones a los problemas que nos afectan, pero también armar una agenda entusiasta de nuevos derechos (como la ampliación del voto a los 16 años), que vuelvan revolucionario algo tan aparentemente anticuado como defender la democracia.

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