La tele no es lo que era, ni sabe lo que quiere ser. Tras casi veinticinco años de alimentarse de sus propios contenidos y rentabilizar la autofagocitación, la que ha sido buque insignia de un modelo de televisión, Mediaset, amaga con cambios, tartamudeados y desmentidos, que presagian otras estrategias aún más terribles y baratas.

Ni siquiera las plataformas de contenidos, que abordan una sangría lenta tras casi morir de éxito, saben qué quieren. Algunas, como Netflix, sondean las posibilidades de convertirse en una televisión convencional, después de que las televisiones públicas probaran el modelo sin publicidad de las plataformas. Cuando se desconoce dónde se va, el camino más seguro es el de la irrelevancia, y los índices de visionado de todos los contenidos televisivos, en caída libre, lo confirman.

Sin datos, la impresión percibida puede ser la contraria: muchos de los contenidos audiovisuales causan un impacto notable en los televidentes, saltan a otros medios de comunicación, protagonizan las conversaciones, nos incitan a revivir los viejos buenos tiempos de las dos o las seis cadenas en las que un estreno condicionaba modas, peinados y muletillas, y en el que un episodio congregaba a las familias en una cita fija en torno a la televisión. 

Pero esas fiebres son cada vez más breves y la exigencia de producción, más rápida. La autoría y el protagonismo se traslada de los autores a las plataformas, la opinión subjetiva e inmediata hunde una serie antes del estreno. El entretenimiento y los informativos televisivos carecen de sentido para enormes franjas de edad y se han desplazado a otros lugares.

Será interesante comprobar este cambio de ciclo, ver qué se esboza y por parte de quién. El eje, esta vez sí, está en el espectador. Y ¿sabemos nosotros lo que queremos?