
No tenía ni idea de su existencia y todavía hoy me cuesta localizarlo en el mapa, pero a los cinco minutos ese diminuto pueblo perdido en las montañas ya era mi pueblo. La culpa la tuvo Antonio. Nada más llegar me recibió con una de las sonrisas más acogedoras de la historia y me abrazó como se abraza a un hermano al que hace años que no ves, ajeno a que nos acabábamos de conocer. Caminando por la calle me presentó a la práctica totalidad del vecindario, todos ellos tan apasionados de su pueblo como él, a pesar de que mis ojos urbanos no acababan de reconocer la belleza de un entorno rural aparentemente igual al de tantos otros pueblos.
Luego me llevó a ver la hectárea y media de viejos viñedos entre encinas que cuida con mimo de jardinero japonés. También la pequeña huerta repleta de exquisiteces locales. Inolvidable el sabor de ese tomate cogido directamente de la mata que me comí jugoso como quien muerde una manzana mientras el sol se iba ocultando tras el bosque. En su pequeña bodega repleta de barricas abrió una y empezamos a disfrutar la alegría de un recio vino que sabía tanto al paisaje como a él mismo. Conocí a sus padres, encantadores. Probé el espectacular queso casero que hacen con sus cinco queridas ovejas. Y volvimos a las calles del pueblo donde la fiesta, la música, la alegría, la amistad de esas familias que se conocen desde hace siglos lo inundaba todo. Yo era uno más de ellos.
De vuelta a la rutina de la ciudad me asalta la duda. Si un mundo así existe y es posible, ¿por qué nos empeñamos en vivir sin raíces, aislados, sometidos por la prisa, desconectados de nuestros vecinos? En ese pueblo descubrí que otro mundo es posible. Un paraíso rural con sabor a queso y a besos.
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