Entre nuevas sensaciones y sentimientos de extrañeza, no podía dejar de deslumbrarme por lo que veía, y juro que se me hacía muy difícil poder transmitirlo en palabras cuando quería contárselo a los que no estaban. Las palabras no podían ser separadas de la imagen. Cómo iba a poder explicar ese culto al fuego en una ciudad bañada por el mar, la admiración por esos monumentos de madera y cartón que casi siempre reflejan una realidad caricaturizada, cómo describir el sabor de una coca en tonyina, el estruendo de la mascletà y su olor a pólvora. La fiesta que se vive en las calles, donde desfilan desde un niño hasta su abuelo, sin prejuicios ni timidez, al compás de las bandas musicales. Y los castillos de fuegos artificiales en la playa, verdaderas combinaciones de colores en el firmamento. Los festejos de una ciudad dicen mucho de su personalidad, y lo que sucede en Alicante es inimaginable si no se visita en estos días.
Una ciudad que no duerme porque alienta el fuego sagrado de sus hogueras.
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