Isla redescubierta

Jardín botánico. (Martín Mesa)
Jardín botánico. (Martín Mesa)
Jardín botánico. (Martín Mesa)

El parque renovado tiene un aire más antiguo; al menos el jardín botánico. El pavimento duro de losetas ha dejado paso a un suelo de tierra blanquecina prensada. Los desniveles bruscos y los escalones de antes, a un terreno allanado con rampas suaves. Los árboles son los mismos, pero su sombra cae ahora sobre un paseo menos selvático y más luminoso.

A sus pies, en lugar de plantas y arbustos recrecidos, han sembrado matas con flores de distintos colores que forman dibujos caprichosos, a veces malogrados por calvas dejadas por el robo de macetas (a los malagueños todavía nos cuesta un poco entender el concepto de lo público).

El jardín botánico de antes era un lugar secreto, una especie de isla invisible en medio de la ciudad sin más ruido que el del tráfico incesante. Ahora se han incorporado al lugar otros sonidos: en los columpios se oyen gritos y risas infantiles. Hay niños de todos los colores, y todos siguen teniendo debilidad por el burrito de bronce, que ha regresado para volver a cargar aventureros en miniatura en su lomo bruñido. También hay padres, madres y abuelos, y paseantes solitarios y parejas jóvenes que se disputan los asientos (de buen tamaño y con respaldo; afortunadamente, en el parque no se impuso la idea de poner bancos incómodos para evitar que los vagabundos descabezaran un sueño).

En uno de los bancos, una pareja se besa largamente, perdida en su propia isla. Les da sombra un grupo de coníferas altas, de agujas verde oscuro, casi negro. Un cartelito a sus pies dice: «Árbol de la noche triste». Tal vez por la noche, el parque se vuelva triste, porque al caer el sol los enamorados se levantarán y se irán, y también los viejos y los niños. Pero al amanecer volverá de nuevo el bullicio de aves, de luces y sombras, de voces y risas en la isla redescubierta.

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