Los labios de Pieter van den Hoogenband confunden el oro con la mano de una princesa austrohúngara. Tras el pódium de metros libres vienen los anuncios y, después, la natación sincronizada. Es un milagro: manos pasas, hombros trampolín, remolino y voltereta contra el cloro. Del verano prefiero la natación sincronizada.

Me encierro en el baño, abro el grifo, conecto el ventilador y pulso 2 en el mando a distancia. Mi bañera es pequeña: me nacen moratones en el antebrazo, en la espalda; una vez fui a la oficina con la nuca violeta por un golpe. Disfruto tanto que me duermo a veces y pasan las horas.

Despierto con las piernas como troncos de árbol. Pero un tobillo soviético mojado. Un tobillo. Me lo recriminaba Jorge. Eso extraño que haces en vacaciones, su índice en mi entrecejo, como encerrarte en el baño, va a acabar contigo. Hasta julio la felicidad me chorreaba falda abajo; agosto me regaló el Campeonato del Mundo, y Jorge pulverizaba día sí, día también, el timbre o la tecla de llamada. Nadie respondía. Asustado, obligó a mi hermana a volver de la playa; me encontraron disfrazada de legumbre. Jorge me visitó dos veces más: una lloró, otra lo dejamos. Le abracé en albornoz.

La vida sigue igual; tampoco es que él me la alterase demasiado. Trabajo mañana y tarde. Almuerzo un sándwich mientras leo el periódico. Duermo al volver a casa. Y al repartir las vacaciones busco en Google las fechas de la competición anual de natación. Pieter, de nuevo. Me lo sé de memoria. Desfile de patrocinadores.

De memoria. Voz en inglés. Virginie Dedieu desfila hacia la piscina. Eso extraño que haces en vacaciones, me advertía Jorge, va a acabar contigo, reproche tres mil. Virginie Dedieu sobre el granito, sus brazos paralelos. Me incorporo extasiada, salpico los azulejos, agarrándome a la balda del champú adapto al mármol el puente de mis pies. Dedieu sin pinza, ruido de agua; la imitan cuatro bañadores rosas.

Reproduzco su salto, me puntúa el gel: del verano prefiero la natación sincronizada.